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Andrei Tarkovski: el cineasta que atravesó el espejo

El pasado 30 de diciembre se cumplió el 25 aniversario de la muerte de Andrei Tarkovski, considerado como uno de los mejores y más innovadores cineastas modernos. Con tan solo siete películas, la filmografía de este autor ruso se ha convertido en objeto de culto para multitud de cinéfilos seducidos por las formulaciones estéticas y temáticas de este creador que apostó por adentrarse en los territorios inhóspitos y complejos de la espiritualidad, la poesía y la filosofía.

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Koldo LANDALUZE

Envuelta en una atmósfera onírica, lindante a lo místico, una niña abandona la lectura de un libro y recita para sí un poema de Fyodor Tyutchev. Como extraída de un cuadro, la niña gira muy lentamente su cabeza, concentra su mirada en varios vasos alineados sobre una mesa y uno de ellos comienza a moverse hasta colocarse al borde de la mesa. Al otro lado de la ventana de esta habitación se escucha el bufido de un tren y mientras se aproxima, un segundo vaso impulsado por la mente de la niña, se precipita desde la mesa hasta el abismo. Es entonces cuando suenan los acordes reconocibles del cuarto movimiento de la novena sinfonía de Beethoven acompañados por el traqueteo de un tren. De esta manera termina «Stalker», uno de los filmes más recordados del cineasta ruso Andrei Tarkovski. Siguiendo las pautas creativas de Tarkovski -un poeta que aprovechó las posibilidades del cine para mostrar sus inquietudes espirituales-, este creador utilizó los resortes y la fachada del cine de ciencia ficción para narrar un viaje de ida y vuelta a un lugar denominado La Zona y cuyo destino final es un rincón llamado La Habitación.

En esta odisea existencial e iniciática se embarcan tres hombres: El Guía (El Stalker), El Escritor y El Profesor. El Stalker únicamente busca ayudar a los otros, saliendo perjudicado él mismo (los Stalkers tienen hijos mutantes, todo el mundo lo sabe, y su hija no es una excepción). Al final, su sacrificio solo obtendrá a cambio desagradecimiento y desilusión; El Escritor busca la inspiración que ha perdido. Poco a poco se irá dando cuenta de que es posible que si la consigue, si se convierte en un genio, entonces lo que escriba no le servirá para nada, ya que nada podrá demostrarse a sí mismo; Lo que realmente busca El Profesor no se revelará hasta el final. Hasta entonces, los diálogos con sus compañeros dejan intuir que la verdad que busca a través de la ciencia del mismo modo que el Escritor lo hace mediante el arte, es precisamente lo que quiere encontrar en esa Habitación, aunque su verdadero objetivo es bastante distinto.

El propio Tarkovski afirmó sobre sí mismo: «No hay que ir a ver mis películas: lo que hay que hacer es vivirlas conmigo». Pero ¿quién es capaz de ello? En este singular viaje a través de su filmografía, topamos con la última y definitiva etapa que desemboca en la propia Habitación de su creador: «El hombre existe desde hace mucho y sin embargo duda aún de lo esencial: que su existencia tenga un sentido. ¡He aquí lo más sorprendente!». Paso a paso, el guía Tarkovski dicta su crónica ayudado por las citas de Andrei Biely: «El arte es una necesidad religiosa del espíritu».

La dignidad del artesano

Años antes, este escultor de tiempo y viajero a través de los espejos de la ficción, había anotado esta reflexión: «En sí misma la creación es una negación de la muerte». Y: «Si queréis saber en qué consiste mi vocación, diría: alcanzar el absoluto, esforzándome en elevar siempre más el grado de maestría de mi arte. La dignidad del artesano. El nivel de la calidad. Perdida por todos, porque se había vuelto inútil, y sustituido por la apariencia, la ilusión de la calidad».

Atravesar los territorios áridos, fúnebres y resueltos mediante pinceladas sepias que delimitan las fronteras de la Zona, conlleva un esfuerzo que el espectador-viajero debe asumir. No resulta fácil adentrarse en el imaginario tarkovskiano pero este esfuerzo obtiene su merecida recompensa porque nos coloca ante algo novedoso que tiende a ir más allá de lo aparente: «Sí -ratifica con esta invitación el propio cineasta- el espacio, el tiempo, la casualidad, son formas de la conciencia, y la esencia de la vida está más allá de estas formas».

En la edición del Festival de Venecia de 1962, irrumpió un joven y desconocido autor que sorprendió con su primera obra, «La infancia de Iván». En el cartel de aquella edición figuraban los nombres de creadores tan prestigiosos como Kubrick, Godard, Pasolini, Rossi y cineastas soviéticos tan renombrados como el veterano Gerasimov. Pero, el visionado de «La infancia de Iván» eclipsó por completo al resto de obras concursantes. La crítica internacional elogió las cualidades estéticas y argumentales que contenía la obra de aquel realizador llamado Andrei Tarkovski. Desde la gran pantalla se asomó un nuevo creador que apostaba por la lírica y la estética y muchos también quisieron ver en esta primera pieza un salto cualitativo en las prédicas del socialismo soviético porque «La infancia de Iván» se distanciaba audazmente de las prédicas gubernamentales soviéticas.

«Surrealismo socialista»

Sartre acuñó una expresión -«surrealismo socialista»- para referirse al combinado de sueño y vigilia que Tarkovski había logrado en su obra, en un artículo que publicó en «l'Unitá» y que reprodujo la prensa francesa y alemana, para alimentar una interesante polémica internacional que tuvo como consecuencia los problemas políticos y burocráticos que Tarkovski tuvo que afrontar para llevar a cabo su segundo filme, «Andrei Rublev». A pesar de la férrea vigilancia que el gobierno soviético sometía a sus creadores e intelectuales, corrían nuevos tiempos en los que fueron posible la publicación de obras como las de Solzenitsin o como las del propio padre del cineasta, el poeta Arseni Tarkovski, y ello propició que el Instituto Oficial de Cinematografía -el Goskino- aprobara ideológicamente y financieramente su siguiente y muy ambicioso proyecto. El joven ganador de Venecia rechazaba constantemente todas las ofertas que le llegaban y apenas se inmutó cuando dijo «NO» al sueño americano que suponía rodar en Hollywood.

Desde su primera obra, basó toda su fuerza e interés en crear un discurso propio que no admitía ideas o historias ajenas a él y fruto de este empecinamiento fue «Andrei Rublev». A comienzos de 1967, el delegado general del festival de Cannes Robert Favre Le Bret visionó las 3 horas y 20 minutos de este filme e indicó a las autoridades soviéticas que «Andrei Rublev» debía representar a la URSS. El gobierno accedió pero en cuanto aterrizaron las latas que contenían el celuloide, llegó un inesperado telegrama desde Moscú que ordenaba la inmediata retirada de la película y exigía su regreso inmediato. Por fortuna, alguien sacó una copia clandestina de la película devuelta y de esta manera dio comienzo una cruda y recordada polémica entre el certamen cinematográfico y el gobierno soviético.

Cannes amenazó con no mostrar ningún filme soviético que no fuera «Andrei Rublev» y finalmente, tras muchos tiras y aflojas, el filme fue presentado fuera de concurso y se convirtió en todo un acontecimiento cinematográfico que situó a su autor en la cumbre creativa del momento.

«Solaris»

En su siguiente experiencia, Tarkovski llevó a cabo un viaje a través de los inhóspitos e infinitos rincones del espacio exterior y adaptó para la gran pantalla la obra del polaco Stanislav Lem «Solaris» -en el año 2002 Steven Soderbergh rodó un remake protagonizado por George Clooney- y en el 75 rodaría una apuesta extrema en la que puso de manifiesto sus inquietudes creativas llevadas a extremos de alto riesgo creativo. En «El espejo» se reflejan las inquietudes del autor de una forma abstracta y en la que predominan los laberintos sicológicos y morales. Su obra fue menospreciada en la Unión Soviética y tuvo que apelar al secretario general del Partido Comunista para llevar a cabo su siguiente trabajo, «Stalker».

Cansado del menosprecio institucional y aprovechando el rodaje de «Nostalgia» en Italia, el realizador ruso anunció a través de una rueda de prensa que no regresaría jamás a su patria. Europa y los Estados Unidos le abrieron sus puertas y el optó por encontrar su refugio en la Florencia que enfermó a Stendhal. «Sacrificio» fue su séptimo y último filme; fue presentado en el Festival de Cannes en el año 1986 y logró el Premio Especial del Jurado. Tarkovski no pudo viajar a Cannes para recibir su galardón, una enfermedad pulmonar le impidió recibir el reconocimiento público y fue su hijo Andriushka el encargado de recogerlo. Mientras su reloj vital avanzaba inexorable, el cineasta reflexionaba en estos términos: «Me siento tan solo... Y este sentimiento se hace tanto más aterrador cuando uno se empieza a dar cuenta de que la soledad es la muerte».

Al compás de las manecillas, observaba a través de la ventana de su habitación para fijar su interés en las estrellas: «Creer, hacia y contra todo, creer. Nosotros estamos crucificados en una sola dimensión; en cuanto al universo, él es multidimensional. Nosotros lo sentimos y sufrimos al no poder conocer la verdad. Pero conocer no es necesario. Lo que es necesario es amar». Mientras una niña dicta la sentencia de un vaso que se precipita desde la mesa de la habitación, unas manecillas se detuvieron para siempre un 30 de diciembre de 1986: «Todo en esta vida es atroz, excepto el don de la libre voluntad -dijo Tarkovski-. Soy, creo, un obseso de la libertad. La libertad es el poder respetar en sí mismo y en los otros el sentimiento de la dignidad. Solo el amor es capaz de resistir a esta destrucción universal... El amor... y la belleza. Yo creo firmemente que sólo el amor puede salvar al mundo. Sin él irá a su perdición. Todo va ya a ella».

Tarkovski, las fronteras de lo espiritual

El propio Tarkovski se definió a sí mismo cuando decidió titular su libro autobiográfico «Esculpir el tiempo». A golpe de cincel, en sus esculturas de celuloide fundamentó las bases de su propio ideario creativo y existencial: «Religión, filosofía y arte -los tres pilares sobre los que descansa el mundo- fueron inventados por el hombre para condensar simbólicamente el infinito». Fuertemente influenciado por el carácter artístico de su padre, el célebre poeta Arseni Tarkovski, y receptor de una cultura rica y variada que se fundamentaba en la música clásica y en la obra literaria de los humanistas italianos, el autor de «Stalker» mostró desde muy temprana edad su afición por la literatura y la pintura e incluso optó por buscar nuevas fronteras culturales aprendiendo varias lenguas orientales. Marcado profundamente por lo espiritual, Tarkovski reflexionaba teniendo muy presentes las tres preguntas básicas y esenciales: ¿quién soy? ¿de dónde vengo? ¿a dónde voy? Y de la singular incertidumbre que generan estas tres cuestiones sin respuesta aparente y a las que solo el arte parece capacitada para responder: «No soy un profeta -decía Tarkovski-. Soy un hombre al que Dios ha dado la posibilidad de ser poeta, es decir, de orar de otra manera a como se hace en una catedral». K. L.

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