César Manzanos Bilbao Doctor en Sociología
La tortura carcelaria como política de Estado
Los malos tratos y las torturas se siguen aplicando a los mismos sujetos sociales y, además, se han extendido, al igual que la penalización, a otros nuevosLa actual legitimidad y práctica sistemática de la tortura y de la forma degradante de aplicar la privación de libertad por parte de los estados, instancias supraestatales y grupos de poder vinculados a ellos, es uno de los exponentes del fracaso de la modernidad. Su ideario fundacional se sustentaba en la máxima de construir un orden social que garantizase derechos básicos como la vida, la intimidad o la integridad física de todas las personas. Hoy vemos cómo jamás se superaron las penas corporales y ejemplarizantes del Antiguo Régimen. Muy al contrario, se han incrementado e intensificado en crueldad y sofisticación técnica hasta límites inimaginables.
La modernidad no humanizó la penas ni prescindió de la tortura, de igual modo que no civilizó la barbarie policial y política. Lo que hizo fue construir un discurso destinado a encubrirlas. Las deslegalizó formal y meta-judicialmente, pero no las deslegitimó ni política, ni socialmente. Fabricó, desde el lenguaje ilustrado, dispositivos para invisibilizarlas y adscribirlas geopolíticamente a los lugares propios de los estados emergentes. La situó de un modo central, aunque no exclusivo, en los «espacios oscuros del poder», en las instituciones de reclusión, custodia y detención (comisarías, cárceles, centros de internamiento de extranjeros y menores, etcétera).
La prueba más evidente de que la modernidad no contribuyó en modo alguno a erradicarla, sino a su institucionalización, es cómo ha vuelto a convertirse en un espectáculo emitido por las televisiones al gran público, con mensajes e imágenes que nada tienen que envidiar a los que se presenciaban en plazas donde se degollaba, descuartizaba, mutilaba y decapitaba el cuerpo de los torturados ante los ojos de las personas de todas las edades y condición social. El objetivo es justifi- car la necesidad de invertir dinero público en la boyante industria penal y para ello es necesario alargar las condenas, reinstaurar las penas del antiguo régimen como la propuesta de «prisión incondicional revisable», eufemismo de cadena perpetua.
Uno de los ejemplos más evidentes de la cada vez más intensiva y extensiva aplicación y legitimación de la tortura, es la historia reciente del Estado español. La ficción de la transición política buscó difundir una imagen que trataba de inculcar la idea de su progresiva erradicación. De ser considerada como una práctica general para combatir la disidencia política, a ser vista como una práctica residual y perseguida por los aparatos jurídico-penales del estado. Nada más lejos de la realidad.
Los malos tratos y torturas se siguen aplicando a los mismos sujetos sociales y, además, se han extendido, al igual que la penalización, a otros nuevos. Las técnicas de tortura se han perfeccionado y aún más las estrategias para ocultarlas. Ahí están los datos de la Coordinadora contra la Tortura con las denuncias de quienes las padecen, así como la constatación de que existen cada vez más personas que no las pueden denunciar por estar bajo coacción y sometidas a la amenaza de sus autores (por ejemplo, las personas presas o las extranjeras detenidas no regularizadas).