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Charles Dickens: el paseante de Londres que despreció las normas

El pasado 7 de febrero se celebró el doscientos aniversario del nacimiento del escritor británico Charles Dickens, un autor que, a través de obras como «Oliver Twist», «David Copperfield» o «Grandes esperanzas», arremetió contra el modelo social y burocrático instaurado en la época victoriana. Siguiendo la estela de sus personajes, nos sumergimos en aquel Londres mugriento y nebuloso habitado por gentes desencantadas pero abocadas a la esperanza.

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Koldo LANDALUZE | DONOSTIA

El Big Ben acompaña con sus doce campanadas el movimiento pendular y fantasmagórico de los cadáveres de aquellos piratas que, como en el caso del capitán Kidd, pendieron de la horca en el Execution Dock, en Wapping, a orillas de Támesis y para escarmiento público de la muchedumbre que acudía en masa a presenciar las ejecuciones. Cruzada la entrada de The Temple Church, al amparo de dos caballeros de piedra que comparten cabalgadura y vigilan que nadie interrumpa el sueño eterno de sus hermanos sepultados bajo losas esculpidas, iniciamos un paseo bajo farolas de gas y en compañía de sombras intimidatorias que acechan por entre laberintos de ladrillo y portalones de madera que desembocan en Fleet Street; lugar donde la justicia dicta su capricho en la Central Criminal Court de Old Bailey y cuna de leyendas que, a golpe de penique sobre barras desconchadas de pubs bulliciosos, alimentan el imaginario popular entre rondas de cerveza.

Mientras las crónicas negras animan las veladas del The Magpie and Stump Public House -un local populoso donde los reos degustan su ultima pinta de cerveza antes de subir al cadalso-, alguien anuncia a viva voz al resto de la tambaleante concurrencia que los ladrones de cadáveres Bishop y Williams han sido apresados. El oficio de Bishop y Williams siempre inspiró todo tipo de conjeturas hasta que se reveló que -ante los peligros que conllevaba profanar tumbas y sustraer cadáveres que, por un módico precio, eran utilizados por los médicos para llevar a cabo sus experimentos- les resultaba mucho más cómodo y lucrativo asesinar a los borrachos errantes de la Calle Fleet.

Más de uno titubea cuando se menciona la calle Fleet porque, no hace mucho, habitaba en ella un barbero sicópata llamado Sweeney Todd. De entre el bullicio irrumpe la voz ronca de Bill Sikes y la clientela calla de inmediato porque todos temen contrariar al discípulo aventajado del usurero Fagin. Su gran envergadura, su inseparable bastón -ese que tantas veces ha sacudido el lomo de su perro Certero- y su bien merecida fama de matón sin escrúpulos, provoca que nadie le interrumpa, ni siquiera su sufrida compañera, la dulce ladrona y prostituta Nancy.

Bill Sikes dicta la noche pero durante el día Londres conoce otro gobierno: esquivo, sigiloso, pícaro y hambriento. Cuando la ciudad despierta y sus estrechas calles y plazas se llenan de viandantes que hacen un alto ante los escaparates o los mercados, los niños ladrones de Fagin reclaman su territorio y deslizan sus huesudas manos en el interior de los abrigos o los bolsos de las desprevenidas gentes que sonríen o conversan distraídas mientras son hurtadas. Un niño se demora en exceso en su cometido y es descubierto en pleno acto. De inmediato se escucha una voz de alarma y los silbatos de la Policía alertan al resto de huérfanos que han sido instruidos por Fagin en el arte del robo sigiloso y la fuga apresurada. Súbitamente desaparecen, porque conocen como nadie cada salida de esta urbe laberíntica y repleta de grietas y callejones semiocultos por la bruma.

Nebulosa y hambrienta

Oliver Twist, Jack Artful Dogers Dawkins, Charley Bates y el resto de niños ladrones retornan a la madriguera de Fagin. Hoy la recolecta no ha sido cuantiosa. Esta noche tampoco cenarán. En las calles todavía se intuye cierto revuelo legado por la huida apresurada de los niños y, mientras las mujeres gruñen maldiciones y recogen la mercancía que quedó esparcida por el suelo embarrado, un hombre toma nota de lo acontecido. Distraído da un giro y es arrollado por un anciano de espalda encorvada, nariz ganchuda y mentón prominente. Por cortesía, nuestro hombre se disculpa, pero el anciano le recrimina a voz en grito sintiéndose arrollado. Su rostro, surcado por arrugas inconexas que semejan rayos y centellas, está gobernado por el filo de dos ojos azules en los que no hay cabida para la disculpa y cuando el viejo retoma su camino, Charles Dickens -todavía apesadumbrado por esta escena- se regocija con la idea de que quizás, esta noche de Navidad, tres fantasmas visiten al despótico Ebenezer Scrooge.

Este fue el Londres que habitó Charles Dickens, la ciudad desaparrada, nebulosa y hambrienta que paseó constantemente y que llegó a amar hasta tal punto que la convirtió en el personaje central de todas sus obras. Dickens amaba Londres, pero odiaba la gran diferencia que separaba a las clases sociales que la habitaban y se sintió plenamente identificado con los niños adiestrados por Fagin porque él, durante su infancia, también sintió los mismos retortijones de estómago que padecían sus hambrientos personajes.

Charles John Huffam Dickens nació en la localidad portuaria de Portsmouth el 7 de febrero de 1812 y desde muy temprana edad él y su madre -Elizabeth Barrow- padecieron los desórdenes económicos que constantemente orquestaba su padre, John Dickens. Acosada por las deudas, la familia Dickens protagonizó una huida continua seguida muy de cerca por la legión de acreedores que olfateaban el rastro del despilfarrador John Dickens.

Durante este peregrinar incierto, el pequeño Charles fue testigo directo de la mugre que azotaba los suburbios londinenses de Camden Town y encontró refugio imaginario en la isla que habitó Robinson Crusoe y en la no menos singular aventura que protagonizó Don Quijote de la Mancha. De esta manera, la lectura se convirtió en su infalible fórmula para evadirse de lo que le rodeaba y optó por dedicarse a crear nuevos espacios literarios en los que tendrían cabida todo aquello que desfilaba ante sus ojos.

Pero ni siquiera esos rincones idílicos que el guardaba en su imaginación le valieron para hacer frente a un suceso que le marcaría para siempre. Denunciado y apresado, John Dickens fue condenado a cumplir condena y, tal y como permitían las leyes de la época, su familia le acompañó en su encierro. A la edad de 12 años y acogido en una casa de Little College Street, Charles visitaba cada domingo a su familia y comenzó a trabajar en una fábrica de betún para calzado. Su jornal de seis chelines semanales le permitió pagar su hospedaje y ayudar a su familia.

La llegada de la fama

El sueño de Dickens cobró forma definitiva en 1834, cuando ingresó en la nómina del «Morning Chronicle». Su misión como periodista consistía en seguir de cerca el bullicio político que se generaba en el Parlamento y sus crónicas literarias no tardaron en llamar la atención de los lectores. Utilizando el seudónimo de Boz, Dickens alcanzó cierta notoriedad que se vio acrecentada con la publicación de las primeras entregas de «Los papeles póstumos del Club Pickwick». El 2 de abril de 1836 contrajo matrimonio con Catherine Thompson Hogarth y fruto de esta unión nació una prole de diez hijos.

Finalizados «Los papeles póstumos del Club Pickwick», publicó una nueva obra por entregas inspirada en sus propias vivencias, «Oliver Twist» (1837-1838) y a esta le seguirían «Nicholas Nickleby» (1838-1840) y «La tienda de antigüedades» (1840-1841). El autor alcanzó gran notoriedad con este tipo de publicaciones por entregas ya que su obra resultaba muy asequible para lectores con escasos recursos económicos y su difusión resultaba muy amplia. A esta singularidad se le añadía que, debido a que entre la publicación de un capítulo a otro distaban varios días, el autor podía cotejar las opiniones de los lectores y variaba el sentido de la trama al gusto de sus seguidores. En 1841, su fama saltaba el charco y se establecía en Norteamérica, pero la publicación de su cuaderno de viajes -«Notas de América»-, provocó un gran revuelo ya que en sus páginas atacaba frontalmente la práctica de la esclavitud. La publicación de «Canción de Navidad» (1843) templarían los ánimos de sus airados lectores y «Dombey e hijo» (1846-1848) determinarían un nuevo modelo de trabajo en el cual no había margen para la improvisación.

A partir de ese instante, Dickens planificó cada detalle de su obra y sin tener en cuenta la opinión de sus lectores. Encumbrado, la vida del autor de «David Copperfield» cambió por completo debido a una relación extramatrimonial que le obligó a compartir vivienda con otro colega, el escritor de novelas de misterio Wilkie Collins. A lo largo de su obra, Dickens se encargó muy mucho de criticar el modelo social inhumano que se estableció durante la época victoriana. Gracias al gran éxito de «Oliver Twist», los insalubres arrabales londinenses sufrieron un cambio y coqueteó con el escándalo cuando se atrevió a «humanizar» a las prostitutas al incluir el personaje de Nancy, la sufrida compañera del despreciable Bill Sikes.

El escritor arremetió contra los estamentos burocráticos, las corrupciones políticas y la especulación en «La casa deshabitada» y «La pequeña Dorrit», incidió en el desamparo de las clases más desprotegidas («Grandes esperanzas») y describió los males que acarreó para la clase trabajadora la primera industrialización en «Tiempos difíciles». A Dickens nunca le gustó la doble moral de la sociedad victoriana y desconfiaba del estamento burgués. Su sorpresa fue mayúscula cuando, durante su visita a Estados Unidos, descubrió que las condiciones de vida en las barriadas neoyorquinas del Five Points eran peores que las que él había conocido en los distritos londinenses de Whitechapel y Seven Dials.

RECUERDO

Exposiciones como la del Museo de Londres, que explora la relación del autor con esta urbe, o la de la Biblioteca Británica, que analiza su interés por los fenómenos sobrenaturales, son algunas de las citas más destacadas en el Londres actual en honor de este autor, que es una institución nacional del Reino Unido.

AMÉRICA

«También aquí las calles y callejuelas están cubiertas de un lodo que, al andar, te llega a la altura de las rodillas; sótanos donde la gente baila y juega. Casas en ruinas, abiertas a la calle, de cuyas amplias grietas en las paredes otras ruinas amenazan la vista, como si el mundo del vicio y la miseria no tuviera nada más que mostrar (...). Todo lo inmundo, lo decadente y lo corrupto se halla aquí», escribió en «Notas americanas»

Dickens, en euskara

Son muchas las celebraciones que girarán en torno al doscientos aniversario del nacimiento de Charles Dickens y entre ellas no será ajena la reedición de sus obras más conocidas. Diversas editoriales asentadas en Euskal Herria tampoco han sido ajenas al valor y testimonio que este autor británico que nos legó, mediante la ironía y la crudeza, una serie de historias que describían un modelo vital extremo que requería de un cambio inmediato. De entre este selecto catálogo destacan las ediciones de Susa «Garai latzak» («Hard Times»), que fue traducida por Javi Cillero; «Opor eleberria» («The Trial of William Tinkling»), publicado por Elkar y traducido por Xabier Mendiguren; «Eguarri abestia» («A Christmas Carol»), que pasa por ser la primera edición en euskara de la obra de Dickens y que fue llevada a cabo por la editorial Luzearri y mediante la traducción de Xabier Mendiguren. El original dickensiano «A Christmas Carol» ha contado con posterioridad con varias ediciones que llevan la firma de Nerea Mujika (2003) y la que el propio Mendiguren llevó a cabo a través de una obra resumida de este clásico inmortal. «David Copperfield» -traducido por Oskillas, «Oliver Twist» -Iñaki Zubiri- o «Seinalezina» («The Signalman»), editado por Erein y traducido por Juan Garzia, figuran en esta saludable intención por acercar al lector en euskara una obra imperecedera y de obligada lectura. K.L.

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