Eva Aranguren, Peio Mtnez. de Eulate, Arantza Oskoz Concejales de Bildu en el Ayuntamiento de Iruñea
Verdad, reconocimiento y reparación
Negar, como decidió la mayoría del pleno, el componente ideológico del asesinato, y en consecuencia, su necesidad de reparación, es una afrenta. Y es ese reiterado afán, precisamente, el que explica la reclamación de «verdad, reconocimiento y reparación» de la familia
El pleno del viernes, 17 de febrero, abordó una moción presentada a todos los grupos por la plataforma «Angel Gogoan» y suscrita por Bildu y Nafarroa Bai 2011, en la que se solicitaba «verdad, reconocimiento y reparación» en torno al asesinato de Ángel Berrueta el 13 de marzo de 2004 y se pedía autorización al Ayuntamiento de Iruñea para colocar una placa en su memoria. Ninguno de los dos puntos de la moción prosperó, a pesar de las buenas palabras expresadas en el transcurso de la sesión por parte de las fuerzas políticas hacia sus familiares y allegados.
En su lugar se aprobó la enmienda del PSN, presentada con el objetivo de sustituir, no sumar, al texto propuesto por la familia, y en la que se expresaba el rechazo y condena del asesinato, pero se rehuía el debate de fondo que planteaba dicha moción, que no es otro que el de la equidad que debe existir en el reconocimiento a todas las víctimas que han padecido violencia por razones políticas en este país. Es por ello que Bildu defendió hasta el final la aprobación del primer punto de la moción, en el que se pedía «verdad, reconocimiento y declaración», como condición para apoyar la enmienda propuesta por el PSN, porque entendemos que esos principios han de ser el punto de partida para el acuerdo al abordar la cuestión de las víctimas. Y, por lo tanto, negar estas premisas a Ángel Berrueta equivale a dejarlo un escalón por debajo del reconocimiento que como tal merece.
«Verdad, reconocimiento y reparación» eran las peticiones de la familia y allegados para un asesinato que no fue, como pretendieron hacer ver UPN y PP, un hecho aséptico políticamente e individual, un ajuste de cuentas entre vecinos o la acción de un loco. El asesinato de Ángel Berrueta tuvo una naturaleza eminentemente política. Se produjo en un contexto, tras los atentados del 11M, de gran crispación social, alentada y promovida por un Gobierno del PP que utilizó todo su poder, llamadas a embajadas y direcciones de los principales grupos de prensa, televisión y radio del Estado mediante, para presionar porque mantuvieran la versión de la autoría de ETA hasta el final, esto es, hasta el 14 de marzo de 2004, fecha de elecciones generales. «Queremos la verdad antes de votar», fue el lema que con mayor insistencia y desgarro se escuchó por aquellos días en Madrid por parte de las cientos de personas agolpadas frente a la sede del PP. Y en particular, aquel fatídico sábado 13 de marzo en el que un Policía Nacional, jaleado por su mujer, y su hijo, bajaron a la panadería de Ángel y le asestaron varias puñaladas y varios tiros por negarse a colocar un cartel contra ETA en la puerta de su establecimiento.
Hay quien afirma que la justicia ya ha sido suficientemente garantista, puesto que el crimen se juzgó y los autores fueron condenados. Es cierto. Pero también lo es que hoy, pocos años después del suceso, los responsables de aquellos hechos gozan ya de todos los beneficios penitenciarios sin que nadie les haya aplicado ninguna agravante por las connotaciones políticas del asesinato, como se hace en otros casos. Y ello pese a que la propia sentencia atribuye los hechos a razones de índole política e ideológica. Pero hay más. Desde entonces la familia ha sufrido numerosas amenazas y agresiones contra sus bienes, mientras que los actos de homenaje convocados por amigos y allegados han sido constantemente vigilados de cerca por los cuerpos policiales, y en algunos casos, incluso reprimidos por la fuerza sin explicación política alguna. ¿No es esta una actuación que requiere enmienda por parte de algunas instituciones? Negar, como decidió la mayoría del pleno, el componente ideológico del asesinato, y en consecuencia, su necesidad de reparación, es una afrenta. Y es ese reiterado afán, precisamente, el que explica la reclamación de «verdad, reconocimiento y reparación» de la familia.
Quienes suscribimos el Acuerdo de Gernika pensamos que a ninguna víctima se le puede negar el derecho a la verdad, el reconocimiento y la reparación. Por supuesto, no se puede negar a las víctimas de ETA, pero tampoco a otras que a lo largo de las últimas décadas han muerto o sufrido la violencia a manos de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
Es momento de dar pasos que nos permitan avanzar y consolidar una convivencia pacífica y justa. Y no hay convivencia pacífica y justa sin el reconocimiento en iguales términos de dignidad, de todas las víctimas. Sin la anteposición del respeto al dolor de todas las familias y sus allegados, sin la voluntad de salirnos del carril enquistado del sufrimiento y del rencor para poder ver al otro.
Y esta es una labor que nos compete a todas y a todos. Es un paso que debemos dar entre todas y todos. Más allá de la vivencia personal, siempre dolorosa y respetable, como cargos públicos e instituciones tenemos la obligación y la responsabilidad de contribuir en este momento a consolidar las bases de una nueva convivencia. Y ello requiere, también, ser justos, y no hacer distinción en la verdad, el reconocimiento y la reparación.
La dimensión histórica y ética de una reconciliación se mide en la capacidad de reconocerse, de respetarse y convivir sin obviar la verdad. Y ese derecho es el que reclama, también, la familia de Ángel: su derecho a vivir en su barrio, en su ciudad, en su entorno, sin que se obvie, se medio oculte, se desprecie su verdad.
Estamos sentando las bases de la sociedad del mañana. Y este es un proceso que requiere pasos y generosidad por parte de todos, sin excepción. No podemos permitirnos una futura sociedad que nazca coja de memoria, de dignidad y de respeto. Ha ocurrido ya en el caso del franquismo, y todavía hoy estamos pagando las consecuencias de aquellos errores. Afinquemos la verdad, el reconocimiento y la reparación como obligación inexcusable. Y para ello, la equidad es el único camino.