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Jesus Valencia | Educador social

En el país de los ciegos el tuerto es rey

 

Tengo la impresión de que Urdangarin saldrá de rositas; quizá con algunos pelos menos que hayan quedado adheridos a la gatera y con alguna magulladura más en su corpachón. Pero de lo que no tengo duda es de las cicatrices que dejará la turbulencia en su monárquico suegro: ninguna. O, para ser más precisos, su Majestad saldrá reforzado de este culebrón.

¿Cuál es la base de mi convencimiento? La misma biografía del rey que nos gobierna. En torbellinos más agitados estuvo inmerso y de todos logró salir bien parado. Fue ungido por un golpista y tan dudosa investidura no fue impedimento para merecer la legitimidad de la que goza. Se dedicó en sus tiempos mozos a elogiar la dictadura que lo instauró y no ha sido óbice para ejercer como garante y columna vertebral de la presente democracia. Quienes conocen los entresijos palaciegos aseguran que no andaba lejos de Tejero, Armada Y Millan; pasadas unas horas -y cuando el golpe se desmoronaba- apareció ante el mundo como eximio libertador de su pueblo. Cuenta el entonces embajador alemán los elogios que prodigara a los insurrectos; en el imaginario colectivo ha quedado asentada la especie de que gracias al rey, España consiguió ahuyentar a tales pajarracos.

Sorprende que, una tras otra, las peripecias que pudieron restarle imagen hayan incrementado su popularidad. Algo extraño sucede: o nos gobierna un rey listísimo o los súbditos de su reino son tontos de remate. Sin entrar a escudriñar el cociente intelectual del primero, me quedo con lo segundo. Fueron los ciudadanos de este país quienes lo proclamaron pieza angular del Estado. Le obsequiaron con una escandalosa impunidad de forma que nadie le pida cuentas ni nunca tenga que darlas. Le asignaron abultados presupuestos sin que nadie haya conocido las cuentas reales ni él se haya sentido en la obligación de rendirlas. Hasta en las más remotas aldeas se habla de las aventurillas regias pero asombra la pleitesía que se le concede cuando aparece en escena el rey chismorreado. Quienes le saludan doblan de tal manera el espinazo que asombra la elasticidad lumbar de sus vasallos. Hasta las pingües ganancias de Urdangarin tienen algo que ver con tal pleitesía. Es sentir común que, en este reino, los podencos que siguen el rastro real pueden ser beneficiados con algún hueso o con algún mendrugo. Si el duque no hubiera sido consorte, muchas de sus carísimas propuestas hubieran ido directamente a la papelera. No hace mucho, casi todos los diputados obsequiaron al monarca con un interminable aplauso para aliviar sus quebrantos y reforzar la imagen de la Casa Real. ¡Serviles!

Ha llegado el tiempo de las penurias y el país de monárquicos sumisos no reacciona. ¿Alguien esperaba otro proceder? Nos van desplumando y nos entretenemos contando las pocas plumas que nos quedan. Dijo hace un tiempo el Rey que debiéramos apretarnos el cinturón ¡Faltaría más, Majestad! Su obsecuente ciudadanía ha conseguido realizar dos ejercicios en apariencia incompatibles: apretarse el cinturón y bajarse los pantalones.

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