Carlos GIL

Es innegable la fascinación que despierta el espectáculo, la magia que transpira, el trabajo de concepción y realización que existe en el proceso previo y en su entrenamiento para lograr ante los atónitos espectadores esas imágenes imposibles, donde la fuerza de la gravedad se amortiza, en donde los cuerpos vuelan, se deslizan, flotan, saltan, se abrazan y forman figuras inverosímiles.

Todo sucede ante nuestros ojos, pero se sabe que es un truco, que hay una magia escénica que nos crea esa ilusión óptica, perfecta en muchos sentidos, pero que de tanto insistir en ella, acaba siendo algo ritual, incluso en ocasiones un ejercicio mecánico, lo que se traduce en una falta de emociones. Uno se admira, asiste a una exhibición de milagros, de portentosas figuras intangibles, pero que se acaban en sí mimas. Son como pompas de jabón que estallan ante nuestra mirada ya acostumbrada al prodigio.

Unos textos referencias de Dante, una selección musical de piezas clásicas muy reconocibles, populares, acompañan a todos los cuadros. Son un sustento sonoro que ayuda a contextualizar esas coreografías aéreas, volátiles, con un elenco de bailarines que parecen trapecistas, acróbatas, cuerpos trabajados que son el sustento del aparato visual en el que nos llegan, un artificio majestuoso por momentos, pero que parece agotarse en cuanto a proposiciones estéticas, narrativas, dramatúrgicas que nos ayuden a seguir un relato. Es una suerte de potentes números de magia que se acumulan, que se sobreponen, que no desarrollan nada más que un ejercicio de caligrafía escénica ya conocida, ya vista, saturada, pero presentado en un formato de gran espectáculo, grandilocuente, un bello y extenso truco de magia, que usa los viejos recursos de la maquinaria escénica barroca, ampliados y mejorados por las nuevas tecnologías actuales. Probablemente visto con ojos más limpios, más ingenuos, sin resabios, alcance otra dimensión.