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A pico y pluma

Que escribir no da para comer, al menos bien, y mucho menos, para sacar adelante una familia o una vida con exigencias normales, es algo que saben, y han sabido, buena parte de los mejores escritores que han escrito su nombre con letras de molde en la República de las Letras.

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Juanma COSTOYA

El oficio en el que mejor me he desempeñado fue el de vigilante nocturno de un camping cerca de Barcelona», confesó Roberto Bolaño (Santiago de Chile 1953 - Barcelona 2003), quien bien puede ser ejemplo de lo apuntado. En 1998 obtuvo el Premio Herralde y, un año más tarde, el Rómulo Gallegos. A partir de entonces su despegue literario, que venía ya de años atrás, fue imparable. Bolaño se convirtió en un autor de culto y su fama se cimentó con dos novelas que convirtieron al «bolañismo» a miles de lectores: «Los detectives salvajes», y su obra póstuma, «2666».

Una insuficiencia hepática puso prematuro final a su vida dejando a sus lectores con una creciente sensación de orfandad y con el único consuelo de rebuscar en las librerías otros títulos suyos que proporcionaran retazos de ese universo propio, original y poderoso.

Que la vida ha de preceder a la escritura es un pensamiento que explica buena parte de la obra del autor chileno; y la existencia de Roberto Bolaño bien pudiera ser dramatizada e incorporada, sin desmerecer, al hilo argumental de «Los detectives salvajes», por ejemplo. Sus abuelos, un gallego y una catalana emigrados, están en los orígenes de un universo poliédrico que fue acrecentándose con la emigración familiar a México, con el posterior regreso por tierra a un Chile conmocionado por el golpe de Estado del general Pinochet y por la huida final hacia la Península. La madre del autor estaba ya en Cataluña presa de una salud delicada y Roberto Bolaño, quien al parecer había decidido que Suecia bien pudiera ser la estación final de su largo peregrinaje, decidió encontrar su sitio al sol aprovechando la luz del Mediterráneo y el apoyo que le proporcionaba su propio idioma, un castellano gracias al cual no se sintió en el exilio en ningún punto al sur de Río Grande, pero que no le privó de considerarse siempre un extranjero.

Durante todos estos años de peregrinaje, pero también en su primera temporada catalana, los recursos económicos de Bolaño fueron, en el mejor de los casos, exiguos. En una entrevista concedida a una publicación de su país el autor admite haber considerado la mendicidad como una realidad muy cercana. En sus años pasados en Cataluña ejerció los más variados oficios: vendimiador, vigilante nocturno de un camping en Castelldefels y dependiente en un almacén de barrio; pero también camarero, lavaplatos, basurero, trabajador portuario y vendedor ambulante de bisutería. Todo ello mientras la literatura bullía en su cabeza y a la vez que enviaba sus novelas, poemas y relatos a cuantos certámenes literarios se anunciaban en el Estado. A veces el mismo relato, con el título cambiado, a más de un concurso. Necesidad e ingenio siempre han hecho buenas migas.

El también chileno Hernán Rivera Letelier (Talca, 1950) se alzó con el premio Alfaguara en su edición del 2010. El jurado que enumeró sus méritos definió su escritura como representante de una suerte de crónica social e histórica entreverada de realismo mágico. Las obras de Letelier hunden sus raíces en la pampa salitrera chilena, en los vacíos espectrales del desierto de Atacama, en los ambientes mineros entre Antofagasta y Tocopilla en los que durante su juventud se ganó la vida.

La carretera panamericana que desde las alturas del desierto de Atacama desciende hacia el sur del país, descubre el paisaje de las novelas de Letelier. Desierto de piedra primero, desierto amarillo-blanco-ocre-rojizo en función de la altura del sol, ambiente arenoso, y de fondo las olas frías del Pacífico, coronadas por una extensa y longitudinal cresta de espuma, que tras recorrer medio mundo se estrellan contra la accidentada costa. A la altura del desvío de la carretera del desierto hacia la ciudad de Iquique se encuentran las ruinas del antiguo asentamiento minero de Humberstone. Hierros retorcidos, raíles que se sumergen en la arena, estructuras metálicas semiderruídas, todo ello cercado por el omnipresente desierto. En Iquique, y también en Antofagasta, las calles del centro conservan las mansiones de la época dorada de la minería. Levantadas en madera, con amplios porches que se sustentan en estilizadas columnas, de día recuerdan a una Nueva Orleans con matices del oeste norteamericano. De noche, y a la luz amarillenta de los faroles, surge el Londres que Conan Doyle popularizara en sus novelas. La miseria de los barracones mineros del desierto, sus asentamientos fantasma, con cruces de hierro desparejadas que marcan las tumbas anónimas, contrasta con el pasado esplendor de estas mansiones a la vez que explicita que la miseria de unos hizo posible la riqueza de otros. El único vencedor claro, a largo plazo, es el desierto que reduce impasible miseria y grandeza a polvo.

Pasado Iquique, la carretera se pega a la costa. Los fantasmas del pasado relacionados con la extracción del salitre, el guano y el mineral siguen presentes. Grúas solitarias y oxidadas, muelles derrumbados por la fuerza del Pacífico, más cementerios abandonados. En el centro de Antofagasta, el McDonalds de turno exhibe un gran cartel en su entrada: «Mamita, lava tus manos y las de tu hijo». Después de recorrer el escenario de las novelas de Rivera Letelier el visitante cae en la cuenta de que el autor no se adentró en el realismo mágico sino en el realismo a secas. Su antigua condición de minero y salitrero fue para ello un capítulo fundamental en la novela de su vida.

Es frecuente que al escritor napolitano Erri de Luca se le presente como «escritor obrero». De Luca es el autor de una autobiografía novelada, «Los peces no cierran los ojos», que se publica estos días. Hasta bien entrada su madurez el autor napolitano se ganó la vida como obrero de la Fiat y más tarde en la construcción como albañil de obra. La literatura y el trabajo manual se combinaron con un activismo sociopolítico que lo mismo le llevó a conducir camiones cargados con ayuda humanitaria hacia Bosnia que a involucrarse en las actividades sanitarias de una ONG en Tanzania, de donde regresó con malaria. Estudioso del hebreo antiguo y de la Biblia, «un libro con muchos albañiles», señala en una entrevista, traductor del yídish, la publicación de su décimo libro «Tú, mío» le catapultó a la notoriedad literaria permitiéndole vivir de sus publicaciones a partir de entonces.

A pesar del tiempo transcurrido, sus rutinas vitales siguen marcadas por los horarios adquiridos en los largos años como obrero: acostarse muy temprano y levantarse antes de las cinco de la mañana. La concepción que el autor napolitano tiene de la escritura es comparable a la de la profesionalidad que cualquier artesano debe mantener con su oficio. Si además lo que persigue el autor es acrecentar el valor de su obra mediante reflexiones sociales o políticas, entonces el escritor estará obligado a incluir en su obra las voces de los marginados, los inmigrantes, los presos.....

La escritora Daria Galateria publica en la editorial Impedimenta «Trabajos Forzados». En esta obra la autora presenta a un selecto grupo de escritores desde una original perspectiva: la de los oficios que les permitieron salir adelante mientras la gloria literaria, que habría de procurarles fama años más tarde, de momento, no alcanzaba para pagar las facturas.

Todos tienen en común el veneno de la literatura, trabajan de día, leen y escriben de noche. De una forma u otra la literatura, que comienza en sus existencias casi de forma clandestina, como un escape de otros trabajos alienantes, acaba ganando terreno y condicionando sus vidas para siempre. Franz Kafka, por ejemplo, era un gris agente de seguros en horario de oficina. El pálido y, a la postre tuberculoso chupatintas tenía, en realidad, fuera del horario del gris trabajo diario, una privilegiada cabeza en la que albergaba novelas y relatos tan inquietantes y universales como «El proceso» y «La metamorfosis». También recoge la escritora el ejemplo de Orwell quien renunció a una vida predecible a cambio de experiencias laborales que le permitieran enriquecer su existencia literaria. Sus vivencias como camarero y fregaplatos dieron lugar a «Sin blanca en París y Londres». Ferdinand Céline, el controvertido autor de «Viaje al fin de la noche», ejerció toda su vida la medicina aderezándola con un tenebroso sentido del humor. Antoine de Saint Exupéry fue aviador postal en los tiempos heroicos del oficio. Dashiell Hammett, cómo no, investigador privado. Charles Bukowski acumuló en su vida una interminable lista de oficios, aunque en el que perduraría más tiempo fue en el de cartero. Con la fama de escritor ya bien labrada, confesaría el miedo atroz que le atenazaba en las promociones literarias y en las conferencias. En su primera comparecencia pública los nervios le hicieron vomitar dos veces y le señaló a su acompañante: «Es más fácil trabajar en una fábrica. Allí no hay tanta presión».

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