Los toreros andan por la calle como toreros. Es uno de los aprendizajes fundamentales en su formación profesional. Una consigna de escuela que se acompaña de las suficientes direcciones para comprar camisas, brillantinas y botines. Las bailarinas llevan con orgullo en su porte las horas de barra y repeticiones sonando un piano que martillea cada milímetro del cerebro y afloja todos los cartílagos. Los rasgos para ser arpista u oboe de orquesta sinfónica son más dilatados. Las gafas no impiden lograr el apto pero, si además el pelo está ensortijado, la viola se convierte en una segunda piel. Nadie duda de que esa media melena en un cuello que divisa el horizonte en oblicuo es el de una violinista rumana, o que esa calva que sobresale en el traje de pingüino es el del mejor trombón de varas de la región.

No existe un código reglamentario, son hábitos que se reproducen de manera espontánea. Las bufandas de los dramaturgos del siglo pasado han sido sustituidas por bolsitas con los artilugios con tecnología más avanzada. El maquillaje de una actriz debe ser versátil, porque puede ir de una sesión de un spot publicitario a servir un catering para ayudar a unos amigos. Los artistas plásticos son los que tienen un catálogo más amplio: van desde la corbata meliflua y el pantalón de pitillo, al vestido largo de organdí bordado con lentejuelas. Son muchas veces ellos la propia obra, más que sus instalaciones. Los poetas siguen llevando barbas y las poetisas diademas. A los cineastas de escalafón, como siempre están en las entidades bancarias, no se les distingue de los empleados de ventanilla. Los payasos siguen soñando con la inmortalidad de la sonrisa.