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Francisco Letamendia Profesor de la UPV-EHU

Contra el capitalismo obsceno

Los que nos apiñábamos el 29M en las distintas manifestaciones (había tanta gente en la de la Gran Vía bilbaina que no podíamos dar ni un paso) éramos conscientes no solo de estar luchando contra los causantes de la miseria de todos, sino también de estar construyendo la nación social vasca

Febrero de 2012. Bruselas, reunión del Eurogrupo. Un señor calvo se acerca al comisario europeo de Economía Olli Rehn y le murmura agachándose sobre el respaldo de su silla: «Mañana vamos a aprobar una reforma laboral extremadamente agresiva». El comisario le responde «great», algo así como «fenomenal». El señor que augura agresiones extremas tan cordialmente agradecidas resulta ser Luis de Guindos, ministro de Economía español encargado de velar por el bien común de los ciudadanos de su Estado.

Mismo mes, aeropuerto de Loiu. Michael O'Leary, presidente de la aerolínea low cost Ryanair cuyos proyectos ha venido a publicitar, coincide con los extrabajadores de la recién cerrada aerolínea Spanair, quienes llevan días concentrados en el aeropuerto para exigir soluciones a su angustiosa situación. Cuando acusan a O'Leary de utilizar las subvenciones públicas recibidas para abocar al cierre a empresas como la suya, este se retrata sonriente delante de los desempleados haciendo la señal de la victoria.

Hay que regresar al siglo XIX para encontrar expresiones tan abiertamente obscenas de odio de clase como las descritas; y es que nos encontramos en la fase más rapaz del capitalismo, aquella en la que sus beneficiarios directos y sus servicios auxiliares políticos se expresan más desvergonzadamente. Pero cuidado, no estamos volviendo a los albores del capitalismo industrial; estamos viviendo la dominación sin complejos de su producto más sofisticado, el capital financiero, el cual se disfraza tras la denominación ocultista de «los mercados». Su interés exclusivo por ganancias tales como productos bancarios y cobros con recargos extravagantes de la deuda soberana de los estados, su indiferencia sobre si los bienes y servicios producidos por el capital manufacturero se realizan o no en el mercado y si existe o no entre los ciudadanos la suficiente capacidad adquisitiva para ello, explica el carácter atrozmente novedoso de la crisis que comenzó hace cinco años: la avidez por unos ajustes y recortes que traen consigo retrocesos generalizados de la producción industrial, abismos de desempleo y de miseria para una inmensa mayoría, y enriquecimiento extraordinario para unos pocos canallas globales.

Un mecanismo perfectamente ensayado consistente en amenazas de quiebras públicas, estados fallidos y rescates esquilmadores, respaldado por la lógica de las fichas del dominó que hace de los estados -relativamente- fuertes los policías de los débiles, ha convertido a las clases políticas estatales en una galería de pálidos fantoches que retransmiten las órdenes de los mercados interpretadas por unos pocos «estadistas» globales -Merkel y Sarkozy en Europa occidental-, tan fantoches estos en realidad como los primeros.

La política se ha esfumado; contra los que se piensa generalmente, si es responsable de algo lo es de desaparecer. La gente vota contra el gobierno en funciones; hasta que se da cuenta de que lo que viene es aún peor -véase la cara de palo que se le puso a Zapatero, y la que se le está poniendo en unos pocos meses a Rajoy-. Si la nación es una cierta convergencia de intereses entre clases y grupos sociales, esta alianza ha desaparecido, y con ella las naciones estatales. De ahí la necesidad de sustituirlas por naciones fantasmáticas: la nación antiislamista, o la antiterrorista -quién les diera a ciertos dirigentes que ETA volviera a actuar-.

¿Dónde está resurgiendo la nación? Allá donde se construye de abajo arriba, allá donde el trabajo organizado planta cara a los trust financieros y tiene la capacidad de arrastrar tras de sí a las capas populares. Una estrategia de contrapoder diseñada durante años contra viento y marea ha permitido a la mayoría sindical vasca convertir el 29 de marzo, a través de una huelga general que ha paralizado al país, en la punta de lanza de la ofensiva contra ese diktat de los mercados que es la reforma laboral: facilitamiento y abaratamiento de los despidos, debilitamiento del derecho a la negociación colectiva, aumento de la flexibilidad laboral, precarización de la contratación... todo ello acompañado de políticas públicas de ajustes presupuestarios y recortes del bienestar y de los servicios sociales. Los que nos apiñábamos el 29M en las distintas manifestaciones (había tanta gente en la de la Gran Via bilbaina que no podíamos dar ni un paso) éramos conscientes no solo de estar luchando contra los causantes de la miseria de todos, sino también de estar construyendo la nación social vasca.

Y una nación vasca, además, construida por los que son y por los que no son nacionalistas vascos. Pues la capacidad de iniciativa del trabajo en nuestro país ha sido tal que los sindicatos no nacionalistas vascos han asumido también ellos el 29M como fecha de la huelga general; y no solo aquí, sino en todo el Estado. Y esto es una excelente noticia a varias bandas. Porque permite empezar a superar muchos desencuentros respecto a la unidad de acción de los trabajadores vascos; y porque refuerza y ahonda la construcción de nuestra nación social.

Y si los sindicatos de España son coherentes con el 29M (lo cual está por ver) también será ello una buena noticia para nosotros, tanto en el aspecto social como en el nacional. Pues solo una nación española «social» que margine a la nación antiterrorista actualmente rampante podrá darse cuenta de que no tiene nada que perder, y sí mucho que ganar, dejándonos construir a los vascos y vascas nuestras propias reconciliaciones, así como ejercitar nuestro derecho al autogobierno en cualquiera de sus opciones.

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