Mikel INSAUSTI

Ferran Adrià, al igual que su clausurado restaurante de la Costa Brava, responde a unas señas de identidad culturales muy mediterráneas, que este documental alemán no ha sabido captar. El frío enfoque de Gereon Wetzel genera también un conflicto conceptual entre lo que el cocinero pretende transmitir y lo que realmente muestra la película. Adrià habla en todo momento de emoción creativa, pero sus huéspedes con cámaras son demasiado metódicos como para hacerse eco de ese sentimiento, optando por una estrategia de observación en torno a la sistematización del trabajo. El resultado inclina al chef y su equipo hacia las practicas de la cocina de laboratorio, cuando el propio interesado está más a favor de una cocina imaginativa. Eso que también llaman cocina de autor, y que en su caso se basa en la pura inventiva, en buscar composiciones culinarias que sorprendan por su originalidad. Sin embargo, la realización de “El Bulli: Cooking in Progress” está más atenta al puro y laborioso ensayo, al experimento hecho a base de repetir infinidad de pruebas fallidas hasta dar con el resultado único. 

La genialidad de Adrià consiste en ir siempre por delante de los demás, en descolocar a los comensales y gourmets profesionales con creaciones inéditas, ante las cuales no es posible identificar un sabor concreto, un producto de origen o una determinada preparación. La película no lo sabe explicar y va por detrás del cocinero, quien aparece ensimismado y sin rebelar gran cosa, guardándose sus valiosos pensamientos. La objetividad del documento tampoco dice nada por si misma, y así los momentos de tensión interna con sus hombres de confianza corren el peligro de ser malentendidos, ya que no media matización alguna por parte de un Adrià que, luego, en las entrevistas se ha encargado de aclarar el tipo de bronca con el que se convive a diario en la cocina de un restaurante de tres estrellas Michelin, obligado a tener más empleados que clientes para mantener semejante nivel de exigencia.