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Análisis | El Baloncesto FIBA tras la última Final Four

El retorno del «basket control», y la alargada sombra del Limoges

La meritoria remontada del Olympiacos ha hecho saltar las alarmas del baloncesto en Europa. La escasez de talentos, el conservadurismo táctico y la experiencia del pasado, hace temer que la élite continental regrese a la peor versión del «basket control» de los años 90.

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Iván FERNÁNDEZ HEVIA Colaborador de la revista «Cuadernos de Basket» y autor del blog «La esquina de Sunara»

La victoria del Olympiacos en la pasada Final Four de Estambul agarró a todo el mundo con el paso cambiado. Cuando se auguraba una «cantada» victoria del CSKA de Moscú, y más cuando, en el tercer cuarto, los de Kazlauskas ganaban por 53-34, la final dio un volantazo en su propia historia, hasta que, casi sobre la bocina, Giosrgios Printezis terminara de culminar una remontada que subirá el 61-62 final a los anales.

¿Pero a qué precio? Un conjunto plagado de talentos como Teodosic, Kirilenko, Khryapa o Krstic sucumbía ante un Olympiacos que, amparados en el talento de Spanoulis, la ilusión de jóvenes como Papanikolau, Sloukas o Mantzaris y en la brega de interiores con aspecto de ser más «esforzados de la carretera» que de «bailarines de la pintura». Un experto como Iván Fernández Hevia compara la victoria de los de Ivkovic con la del Limoges en la Euroliga de 1993 y el temor del retorno al «basket control» a la élite europea. Por si las moscas, háganle caso: In Kazlauskas we trust.

De la necesidad, virtud, y un peligro subyacente. Veinte años después, Estambul ha vuelto a hacer gala de su preciada condición de ciudad mágica dando cabida a una nueva final four decidida con un tiro en el último segundo. Aferrados a una fe, convencimiento y autoestima envidiables, el Olympiacos de Dusan Ivkovic sumaba la segunda Euroliga de su historia y lo hacía además, remontando 19 puntos en poco más de un cuarto a un CSKA considerado de manera unánime el favorito.

Con Spanoulis como jefe, y disputando el tramo final con dos pivots tan humanos como Hines y Printezis, y contando con la mejor versión de un Kostas Papanikolau, confirmando la sensatez de la apuesta rojiblanca por la generación noventera (Sloukas, Mantzaris, Katsivelis...) no resulta extraña la ola de entusiasmo y admiración que el título griego ha despertado.

Pero sin restar meritos a los dueños de La Paz y La Amistad, lo cierto es que la que se presumía como la Final Four más espectacular de la historia reciente, termina presidida por una imagen más que preocupante en la que en ninguno de los tres partidos decisivos equipo alguno ha alcanzado los 70 puntos.

Motivos hay muchos, desde el alejamiento de la línea de tres puntos que, lejos de aumentar los espacios, ha tendido a reducirlos por la falta de cintura de no haber acompañado la medida con un ensanchamiento de las medidas de la pista, acordes al desarrollo físico de los jugadores. También se podría apuntar hacia unos arbitrajes proteccionistas en la señalización de pasos y dobles... y laxos en la penalización del uso de las manos.

Pero entre todos los aspectos, el más preocupante sea el táctico. Es cierto, que la continua fagocitación de la NBA ha propiciado una importante merma del talento individual en una Europa cuyas caras más reconocibles son en buena parte las mismas del último lustro. Nombres como Jasikevicius, Navarro, Diamantidis, Kirilenko... superan ampliamente la treintena, y solo la irrupción de Papanikolau ha supuesto un hilo de esperanza, aunque sea coyuntural.

Así, las defensas están cada vez más preocupadas en colapsar el centro de la zona y menos en mostrarse agresivas en las líneas de pase. Todo atisbo de agresividad se limita a contestar el rebote ofensivo o, en definitiva, tratar de cercenar el más mínimo impulso de correr por parte del rival. En lo que al juego en ataque se refiere, no es menos real que cada vez vuelve a ser más común el ideario de amasar el balón para entregarse a las soluciones individuales, sin hacer ademán siquiera de correr.

El pánico cundiría si los equipos de la élite copian al Olympiacos. En 1993, el técnico de la Benneton Treviso Petar Skansi acusaba de «antibaloncesto» al Limoges de Maljkovic. El de Otacec retaba a su colega a cambiar a Kukoc por cualquiera de sus jugadores, «a ver quién hace antibaloncesto», diría.

Pero aquel estilo cansino y lento cuajó tanto, que en 1998 una Kinder de Bolonia con Danilovic, Rigaudeau, Abbio, Nesterovic... se llevaba una Copa de Europa venciendo por 58-44 al AEK de Atenas de Prelevic, Kakiouzis o Tsakalidis. A nivel de selecciones, y salvo el oasis de la final de 1995, los resultados tomaron los mismos derroteros. Hasta que en 1999, el Zalgiris del gran Jonas Kazlauskas -«pagano» de la derrota del CSKA en Estambul- devolvió la magia.

Así, la Kinder de 2001 con Ginóbili, Smodis, Jaric... maravillaba, igual que el Maccabi de Baston, Jasikevicus o Vujcic, el Baskonia de Oberto, Scola o Tomasevic, o el CSKA de Langdon, Holden, o el PAO con Becirovic, Vujanic y Diamantidis, superando los 90 puntos en la final de Atenas 2007 ante el CSKA.

El Barcelona sufre el contagio desde 2011. En lo que a la ACB se refiere, en 2010, un impresionante Barcelona parecía ser la sublimación definitiva del juego alegre, venciendo con una defensa agresiva, un juego por encima del aro y una vocación insaciable que le llevaron a la gloria en París. Unas semanas después, la inesperada derrota liguera ante el Baskonia pudo ser otro punto de inflexión.

Aquel Barcelona cambió de rumbo y la derrota en cuartos de la Euroliga del año pasado ante el Panathinaikos terminó por virar su apuesta, agravada a jugársela al «Navarro sistema». Jugadores como Lorbek, Mickeal, Eidson y, sobre todo, Huertas, han abandonado toda creatividad por orden de su técnico. ¿Esta «depresión» contagiará a la élite continental?

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