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NOVELA

La droga del poder

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Iñaki URDANIBIA

No fueron pocos quienes tras algún viaje a la naciente URSS volvieron desencantados y lo pusieron negro sobre blanco: ahí están Bertrand Russell o André Gide. Este último viajó un poco más tarde que la escritora sueca cuyo libro presento. Lo mismo les sucedería a César Vallejo que yendo, en varias ocasiones, con el propósito de desmitificar la visión escorada que sobre dicho país se difundía en las democracias occidentales no fue mucho más allá de decir con tristeza precisamente: «Rusia es triste. La tristeza de la fuerza»; o algo parecido le supuso la experiencia a Walter Benjamin que establecía un balance entre lo supuestamente positivo («el hombre nuevo»), y lo negativo que suponía la vida gris, la censura, el atosigante espionaje, y la omnipresente vigilancia.

Estas visiones de las que hablo se movían por los lindes de los reportajes viajeros (turismo cultural y político), el viaje de Karin Boye fue del mismo género pero el resultado escrito tras lo visto fue una escalofriante distopía (utopía negativa, cacotopía o como se quiera decir) en la onda de las de Zamiatin, de Orwell o de Aldous Huxley, si bien la de este último más que a la experiencia soviética parecía mirar a la locura del súper-desarrollo científico que podía desembocar en una situación de biopoder como la más tarde estudiada por Michel Foucault, por ejemplo. Muchas veces la realidad hace palidecer a la más exagerada de las ficciones, en este caso, y viendo lo acontecido, lo escrito resulta realmente de un prospectivismo escalofriante.

Prietas las filas en aras de un panoptismo que dejaría helado a su mismo inventor, Jeremy Bentham, la escritora muestra una sociedad en formación militar en la que hasta los detalles más cotidianos son organizados con una disciplina propia del más organizado de los cuarteles: uniformes de los alumnos, ejercicios gimnásticos en grupo realizados obligatoriamente por todos los habitantes de los bloques al unísono y la voz cantante del instructor como si de sesiones de forzado aeróbic se tratase; vigilancia continua, prohibiciones de viajar, y la presencia de responsables y comisarios hasta en los terrenos más cercanos a la debida privacidad. Si todo esto no era ya harto suficiente para controlar al personal, el Estado -como fiel Big Brother- inventa una droga con la que adueñarse de los pensamientos más íntimos de estos. Nadie puede escapar de semejante poder, mas donde hay opresión hay resistencia y algunos tratan de escapar de aquel atosigante Estado del Mundo hallando otros medios, como la música, que se convierte en un modo de comunicarse ante el lenguaje prostituido, al modo de la neo-lengua orwelliana, abriendo con él cierta esperanza de cara a un mundo más humanizado que tuviera más en cuenta a los individuos frente a los poderes organicistas que sacrifican a los ciudadanos en aras al engorde del dios de turno (la economía del mercado, por ejemplo) usando sibilinos, o no tanto, sistemas de formatear las mentes ciudadanas.

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