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Alberto Pradilla | Periodista

Vecinos

Esta columna no habla sobre el mito pornográfico popularizado por Torbe. Tampoco sacaremos los colores a nuestros colindantes del otro lado del Ebro. No. El vecino al que me refiero es ese concepto fascista que, en esta década neocon y represora, se ha convertido en símbolo de la censura y prohibición.

Casi desde que tengo uso de razón, el «vecino», así, en abstracto, constituye el andamiaje ideológico para muchas restricciones, todas ellas relacionadas con el ocio pero que van más allá del esparcimiento y atentan contra la base misma de las relaciones. Limitaron el horario de bares porque los «vecinos» se quejaban; prohibieron beber en las calles porque a los «vecinos» les resultaba escandaloso. En Barcelona, donde residí dos años, operarios municipales limpian las plazas a golpe de manguerazo a partir de la 01.00 porque el Ayuntamiento cercena el uso del espacio público por el bien de los «vecinos».

A golpe de ley seca y toque de queda, los sectores más reaccionarios han construido un imaginario del «vecino» que se resume en un hombre de edad madura, serio, adusto, enfadado, siempre sospechando de la conducta de quien no se recoge a una hora adecuada, cuya última sonrisa data del 87 y que, en su ira eterna, descarga su furia persecutoria a golpe de llamada a los municipales o carta de opinión en un periódico (en Iruñea, preferiblemente «Diario de Navarra»). Un esclavo de la moral que sigue el dicho del perro del hortelano: ni jode ni deja joder. No seré yo quien niegue que siempre hay desaprensivos que se orinan, literalmente, en la convivencia. O que consideran que sus berreos ebrios, apasionantes cuando uno zizgaguea en brazos de Baco, deberían de resultar tan estimulantes al resto de sus congéneres como a ellos mismos. Pero esto no contradice la sospecha de que tanta apelación cívica por el supremo bienestar de los vecinos tiene un trasfondo más cercano al control de una sociedad cercada que a una verdadera preocupación por el buen dormir, que también es un derecho.

El orden, al que tanto apela el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, siempre ha sido enemigo de la conspiración, con o sin cervezas. Por eso, las leyes del civismo van más allá de la noche. Pretenden construir una sociedad de línea recta y pasarela, enemiga de la insurrección, el caos y el espacio compartido, tan necesarios en nuestros días.

A fuerza de tanto intentar someternos al diktat de los vecinos casi nos hacen olvidar que nosotros también lo somos.

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