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Siamak Khatami Politólogo y profesor universitario

El imperio contraataca

Tengo que admitir que cuando empezaron las revueltas que luego se llamaron «Primavera Árabe», yo era uno más entre toda esa multitud que se alegraba de que la gente se rebelara contra regímenes dictatoriales y, en algunos casos (Mubarak en Egipto, por ejemplo), incluso destituía a sus gobernantes. Parecía como si estuviéramos en los umbrales de una «oleada de democracias», con cambios de régimen en el Oriente Medio y el Norte de África. Parecía que los gobernantes tenían que aceptar cambios en sus regímenes y, si no aceptaban tales cambios, tenían que dejar el poder o ver a sus respectivos pueblos derrocándolos. Por lo menos esa era la impresión que teníamos, que los países en cuestión estaban en procesos de democratización.

¡Qué ingenuo era yo, que qué ingenuos eran los demás que pensaban como yo! En mi caso, me di cuenta al seguir el caso de Egipto, al ver que en realidad el régimen no había cambiado. Aunque Mubarak y sus hijos fueran encarcelados, era como la continuación del antiguo régimen, solo que sin Mubarak. ¡Exactamente como si pudiéramos cambiar el caso de Egipto por el del Estado español y hablar del franquismo sin Franco! En Egipto, ¡tenemos el «mubarakismo sin Mubarak»! Cuanto más lo pensaba, cuanto más leía sobre lo que estaba pasando en Egipto y cuanto más contrastaba mi estado de ingenuidad anterior con mis análisis posteriores, más me parecía que esto es justo lo que está pasando en Egipto ahora.

Estos días, de un lado, hemos escuchado, el sábado 2 de junio, el veredicto de los tribunales egipcios sobre Mubarak -le condenaron a cadena perpetua-, y todos hemos visto, en los telediarios, las escenas de júbilo de los egipcios al enterarse de la noticia (a sus hijos, que también estaban bajo juicio, les declararon libres). Por otro lado, el ciclo de las elecciones en Egipto también llega a su fin este mismo mes, y sabremos si el próximo presidente de aquel país va a ser un miembro de los Hermanos Musulmanes o un político asociado al régimen de Mubarak. Pero, gane quien gane esas elecciones, es poco probable que los egipcios puedan disfrutar de la democracia. Más bien, van a vivir bajo una nueva dictadura, solo modificando algunas de las políticas de la dictadura anterior, la de Mubarak.

Es que lo que yo no veía antes, cuando seguía bajo los efectos de mi ingenuidad, y lo que mucha gente quizá todavía no vea, es que lo que pasa en Egipto no tiene que ver con una lucha por la libertad y contra la dictadura. Más bien se trata de un intento más del Gobierno del imperio -el de los Estados Unidos de América, claro- por mantener las estructuras del régimen en Egipto y sus relaciones con ese país tan intactas como sea posible, mientras da la impresión de que está aceptando el veredicto popular de que Mubarak y sus hijos tienen que «irse» (todavía queda por ver lo que significa, exactamente, eso: si significa que tienen que vivir el resto de sus días encarcelados o si las nuevas autoridades los ejecutan): básicamente, Obama aceptando que Mubarak no puede continuar como presidente de Egipto, «paga ese coste» para que las estructuras del sistema en Egipto y las relaciones de los EEUU con el país de los faraones puedan continuar como antes, con tan pocas modificaciones como sea posible.

La política es, muy a menudo, como lo que se llama en inglés un zero-sum game: un «juego» en el que nunca pueden ganar todos. Uno gana y los demás pierden. En este caso, el imperio (los Estados Unidos de América) gana y tanto el pueblo egipcio como la causa de la democracia pierden. Y las ganancias y pérdidas vienen en proporciones iguales -de ahí lo de zero-sum, que significa, simplemente, suma cero-. La parte ganadora obtiene un beneficio en igual proporción a lo que pierde la otra parte -o las otras partes-. Lo que los egipcios pierden en cuanto a la posibilidad de disfrutar de la democracia, la justicia social y un régimen en el que todos puedan tener una voz en determinar la dirección que tomen la política y la economía de su país es lo que los estadounidenses ganan en la posibilidad de continuar sus relaciones con Egipto como antes, y en cuanto a poder disfrutar de Egipto como un país no precisamente aliado, sino, más bien, vasallo. Así es la política, y así seguirá durante el futuro previsible.

En realidad, la política de Obama para con Egipto no es nada más que la continuidad de la política exterior de los Estados Unidos para con África desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El propósito siempre ha sido o derrocar a regímenes que no le interesaban a Estados Unidos, o mantener en el poder a los que sí le interesaban (aunque fueran dictaduras -que normalmente sí que lo fueron-) o, por lo menos, salvaguardar el sistema de regímenes que servían como vasallos a los Estados Unidos, si tenían que aceptar, como «precio», el derrocamiento de algún que otro dictador.

La misma política fue la que los estadounidenses siguieron también en América Latina; por ejemplo, con el antiguo dictador de la República Dominicana, Trujillo, o con la dinastía de los Somoza, que lo controlaban todo en Nicaragua hasta que los sandinistas los derrocaron (aunque los sandinistas, en 1990, también fueron derrotados -esta vez en elecciones cuyos resultados no contestaron- y simplemente dejaron el poder), o con la dinastía Duvalier, dictadores absolutistas de Haití. Hay muchos más ejemplos en América Latina. También en el Oriente Medio, cuando dejaron que el antiguo Sah de Irán huyera del país en 1953, no sin antes sacar incontables miles de millones en divisas consigo y con sus familiares, mientras que los Estados Unidos, en aquella época junto con el Reino Unido, hicieron lo posible para que el régimen de Irán cambiase lo menos posible hasta que, unos meses después, los servicios de inteligencia norteamericanos y británicos ayudaron a que volviera el Sah a Irán. En realidad, cuando este último huyó otra vez de su país en 1979, con toda seguridad estaba esperando que la CIA estadounidense hiciera lo mismo que hizo en 1956, solo que esta vez el entonces presidente norteamericano Jimmy Carter no supo, o no quiso, ayudar al antiguo Sah a volver al poder.

Quizá la única vez que una intervención norteamericana en un país del Tercer Mundo no tuviera intenciones imperialistas fue cuando forzaron a los ejércitos de Israel, Francia y el Reino Unido a dejar Egipto en 1956. Siendo la única intervención no imperialista de los norteamericanos, quizá fuera la «excepción que prueba la regla».

El cálculo de los líderes de EEUU, cuando han decidido entre mantener a un dictador en el poder o aceptar que ese dictador se reemplazara como «precio» a cambio de que el sistema y las estructuras que hacen que ese país sirva como vasallo de los norteamericanos no se tocaran profundamente, se ha basado en la capacidad del dictador en cuestión para mantenerse en el poder, el poder y la lealtad del ejército del país en cuestión y la disponibilidad de otras élites dispuestas a servir como vasallos a los norteamericanos.

Cuando hemos visto el fenómeno que se llegó a denominar la «Primavera Árabe», hemos visto, de un lado, los movimientos de masas que, por ejemplo en Egipto, han tenido éxito sacando a cientos de miles, incluso millones, de personas a la calle para derrocar al dictador de turno¯en este caso, Mubarak-. Pero, de otro lado, también hemos visto el fracaso de esos mismos movimientos de masa porque, no teniendo absolutamente a ningún líder destacable entre ellos, no pudieron tomar el poder, y de esa manera dejaron el espacio a los Estados Unidos para que el imperio pudiera asegurarse manejar la situación de una manera que, a la vez que Mubarak fue derrocado, el nuevo Egipto continuase sirviendo los intereses de los norteamericanos.

Para que el pueblo egipcio pueda disfrutar de una democracia de verdad, y para que Egipto deje de ser vasallo de los Estados Unidos, hace falta una revolución socialista y no una revuelta al estilo de lo que hemos visto en la Primavera Árabe, por muy nobles que hayan sido las intenciones de las masas que participaron quienes, a veces, incluso vieron peligrar sus vidas en las revueltas. Ojalá podamos ver esa revolución socialista más pronto que tarde.

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