Antonio Alvarez-Solís Periodista
Más burbujas
En su artículo, el veterano periodista recuerda el aviso que hiciera Herman Flach hace cuatro décadas sobre la elección que tiene el capitalismo ante sí -«concentrarse y feudalizarse cada vez más hasta que un día sea barrido o buscar nuevos caminos hacia una auténtica expansión de la propiedad»- y vaticina su final, toda vez que el neocapitalismo eligió la concentración «exhaustiva y destructora». Ante un sistema que anula la libertad de la mayoría, Alvarez-Solís esboza un modelo resultante de reconstruir el mundo con una «equilibrada voluntad colectivista».
Resulta absurdo pensar que quienes han vulnerado profundamente el sistema para adaptarlo a su economía depredadora vayan ahora a repararlo de las catastróficas averías que le han producido. ¿Cómo lo van a reparar sin producir su propia desaparición? El sistema alterado y sus protagonistas forman un todo compacto.
Cuando esos desvalijadores decidieron trasformar la economía liberal-burguesa en una pura manipulación monetaria a fin de aumentar vertiginosamente su riqueza y su poder, destruyeron el camino de regreso a la realidad del capitalismo tradicional, con su economía de cosas. Procedieron a tumba abierta a sabiendas de que su capacidad de maniobra quedaba agotada, aunque esperaban que la sociedad no tendría más remedio que aceptar las consecuencias del nuevo modelo impuesto y que resistiría la prueba, sobre todo teniendo en su mano, como tienen, la artillería del Estado. Conclusión: en lo primero acertaron, pero en lo segundo se han equivocado hasta producir la catástrofe que devasta al planeta. La sociedad no ha podido resistir la acometida.
Las soluciones finales -y el neoliberalismo, con su mixtificación de la esencia liberal, pertenece a esa panoplia ideológica del pensamiento único- no llevan más que al naufragio de los propios déspotas con drama universal incluido.
A comienzo de los años setenta del pasado siglo, el gran liberal Herman Flach escribía lo siguiente: «El capitalismo tiene que elegir entre concentrarse y feudalizarse cada vez más hasta que un día sea barrido o bien buscar nuevos caminos hacia una auténtica expansión de la propiedad». Avisos como este fueron hechos desde distintos observatorios. Pues bien, el neocapitalismo eligió la concentración exhaustiva y destructora -como demuestra la reciente noticia de la unión entre dos superpotencias como son Rothschild y Rockefeller- y su final es ya evidente. De todas formas, yendo un poco más allá de lo que dice Flach, creo que la dinámica del capitalismo lo ha obligado fatalmente a consumirse en su incapacidad actual para crear una sociedad integradora y progresista. El mismo Flach reconoce que «hoy vemos con la mayor claridad que la propiedad privada sobre los medios de producción -se refiere a la gran propiedad privada- y el mercado libre -el mercado desregularizado- conducen a una desigualdad cada vez más amplia, que limita hasta un grado insoportable la libertad de la mayoría frente a la libertad de pequeños grupos».
Ante el panorama resultante parece palmario que el mundo hay que reconstruirlo con una equilibrada voluntad colectivista. Estoy firmemente convencido de que una economía basada en una verdadera y prudente libertad de comercio, que albergue con salud a los distintos estratos de la producción y el consumo, ha de basarse en la socialización de la Banca, en la propiedad pública del suelo y de las energías así como en un control riguroso y justo sobre las materias primas y los sectores estratégicos tales como las comunicaciones.
Paradójicamente, en medio de tanta confusión, aparecen, sin embargo, no pocas y denunciadoras claridades. La primera de ellas estriba en la constatación de que el crecimiento se ha convertido en imposible en la mayoría de los casos si no se ampara en una dinámica teratológica. Si se crece, infrecuente fenómeno por otra parte, se crece tangencialmente a la sociedad y sin un futuro medianamente seguro. Se crece, y hablo de producciones reales, para unas capas consumidoras cada vez más reducidas y con unos raros retorcimientos del mercado. Se crece, insisto, en un marco inorgánico en que la empresa radica en un país determinado, la producción se desarrolla en otro y el consumo se incita en un tercer país. Ello da lugar a contradicciones inasumibles que conllevan, entre otros males de esta dislocada globalización, un paro acusado convertido en estructural justamente en los países a los que se exige un consumo dinámico y a los que se impide llevar a cabo una producción real estimulante.
La segunda claridad que aparece finalmente en el negro horizonte se refiere a la desaparición del lazo entre las finanzas, convertidas en objetivo de sí mismas, y la producción y el consumo. La Banca ha renunciado a su papel histórico de intermediación para transformarse en una letal manipuladora de la moneda. Finalmente aparece iluminada mediante tantos infortunios la falsedad de lo que se entiende por libre mercado, que pasa a convertirse en un juego muy intrincado y engañoso entre las instituciones públicas y la minoría que apoya en ellas sus manejos financieros, que sin la intervención abierta de esas instituciones resultarían imposibles.
De todo este embrollo dan cuenta, asimismo, las disparatadas iniciativas de salvamento con que se intenta limpiar la fachada del desastre neoliberal. Entre esas iniciativas figura la invención de los «emprendedores». Se trata de cargar sibilinamente en las espaldas populares nada menos que la responsabilidad de crear empleo, aunque sea vidrioso y de bajísima calidad. Es decir, se intenta liberar de presiones terminales al sistema mediante la generación de estadísticas inconsistentes sobre la disminución del paro, entre otros retorcidos objetivos.
Porque ¿qué son realmente los «emprendedores» y que futuro pueden tener en este insolvente mundo neoliberal? Veamos de cerca el último invento de «emprendedores» que ha surgido de la cabeza enloquecida del Gobierno español. El Gobierno de Madrid ha decidido facilitar el nacimiento de empresas sin pasar por el dilatado tiempo de papeleo burocrático que había de padecerse antes. Esto es, cualquier proyecto puede llevarse a efecto de modo inmediato, si bien se realizarán a posteriori las inspecciones y controles de todo tipo que ahora se realizan para conceder la autorización final. Evidentemente, esta facilidad para convertirse en autónomo, pues la disposición está pensada fundamentalmente para ellos, atraerá a unos miles de ciudadanos que exprimirán hasta la última gota sus posibilidades para respaldar in extremis su futuro mediante la inversión de un dinero procedente del penoso ahorro, de la liquidación de los bienes que les queden o comprometiendo a quienes están a su alrededor. Gente que ahora está en el paro logrará una colocación mediante esas iniciativas. La economía parecerá renacer.
Lo que no aclara el Gobierno es que la multiplicación desordenada de esas empresas, con tanto lucimiento estadístico al principio, conducirá a una riada de cierres por la escasez del consumo y la orfandad de refinanciación. Pero las estadísticas de crecimiento del empleo ampararán durante una temporada al partido gobernante.
Recuerdo lo que sucedió a muchos trabajadores de la Seat en Barcelona cuando la firma automovilística hubo de reducir personal para ajustarse al mercado. Camino del aeropuerto del Prat se levantan unos llamativos bloques de viviendas, creo que edificados por gentes del Opus, que se vendieron a los trabajadores, mayoritariamente andaluces, que llegaron a la capital catalana para trabajar en la novedad de la Seat. Y allí hicieron su vida hasta que el despido les obligó al retorno. Vendieron entonces los pisos y muchos abrieron unos bares en Andalucía con el añadido de las indemnizaciones. Pero al poco muchos de aquellos establecimientos cerraron por exceso de número y la crisis abatió a los «emprendores». Fue un anticipo de lo que luego se ha denominado «burbuja».
Ahora es tiempo de «burbujas»: ya sean inmobiliarias, de patentes, informáticas... Las burbujas facilitan un tiempo de esplendor a los gobiernos. El Sr. Aznar lo sabe.
Después sobreviene el diluvio.