Los graves incidentes que se registran en el oeste de Myanmar entre los budistas de Rakhine y los musulmanes Rohingayas, que ya se han cobrado la vida de decenas de personas y han provocado el éxodo de poblaciones enteras, son un reflejo de la compleja realidad en un estado fuertemente centralizado que ejerce el poder como sinónimo de mano dura. Al menos una docena de insurgencias, guerras crónicas, multitud de minorías nacionales... son parte del paisaje donde no es difícil que hasta el más equilibrado observador termine con dolor de cabeza. Las etnias Karen, Chin, Shan, Mongla, Mon, Wa, Kachin, Karenni... cada una con sus reivindicaciones históricas, sus agendas y sus guerrillas reclaman su voz en el proceso democrático de múltiples frentes que se abre paso en Myanmar.

La liberación de la líder opositora Aung San Suu Kyi fue celebrada por el mundo como la antesala de una democratización efectiva. Pero sin satisfacer las demandas de plena autonomía en la administración interna de esos pueblos, nunca será un proceso completo. Solo cuando la cultura del abuso militar que lo impregna todo sea deconstruida con seriedad, los esperanzadores cambios de Myanmar se convertirán en genuinas reformas.