Para lograr «fair-play», lo lógico sería permitir a los atletas competir bajo su bandera
Las amenazas de sanción por parte del Comité Olímpico Internacional contra el boxeador Damien Hooper, a cuenta de que antes de su primer combate el púgil mostró una camiseta con el símbolo de los aborígenes australianos, han quedado en una reprimenda verbal, pero han dado dimensión internacional a un fenómeno sorprendente: la censura por parte de las autoridades olímpicas de todo símbolo que ellos consideren «político». Con el mismo argumento se han retirado de las gradas la ikurriña y la gwenn-ha-du, las banderas nacionales vasca y bretona, portadas por algunos de los allegados de deportistas de estas naciones, entre ellos familiares de la medallista vasca Maialen Chourraut.
La hipocresía en este terreno resulta abrumadora, en tanto en cuanto se trata de un torneo multidisciplinar entre equipos estatales cuyos mandatarios hacen de cada medalla una celebración nacional y claramente política. Se debería también hacer un repaso de quiénes ostentan en la actualidad cargos de responsabilidad en esas estructuras paradeportivas en que se han convertido esos comités, salpicados una y mil veces por diferentes escándalos. Por no mencionar que los Juegos Olímpicos en sí resultan ser un lujoso escaparate para todo tipo de marcas comerciales que poco tienen que ver con el tan cacareado espíritu olímpico. En realidad, los únicos que cuidan dicho espíritu son los propios deportistas -evidentemente, no todos-. Defender a estas alturas que símbolos que no sean estatales o comerciales «ensucian» en algo el espíritu olímpico es obsceno.
Es cuestión de voluntad política
Para colmo, todo esto está ocurriendo en Gran Bretaña, donde casualmente, o más bien como consecuencia de una tradición democrática y liberal más profunda que en otros países de su entorno, los deportistas galeses, escoceses y del norte de Irlanda pueden mostrar sus símbolos nacionales sin problema alguno. Hasta el punto de que en estos mismos Juegos la organización pidió disculpas al futbolista internacional galés Joe Allen por haberlo etiquetado como inglés.
Luego, sin entrar a cuestiones que el COI podría considerar «políticas», como el derecho de los pueblos a decidir su futuro o incluso la libertad individual de los atletas, ¿cuál es la razón olímpica por la que unos ciudadanos de naciones sin estado pueden mostrarse orgullosos de sus orígenes y otros no? La razón es la falta de voluntad política, de respeto a los diferentes. Tras estos incidentes se oculta el negacionismo de otras realidades sociales, políticas y culturales; en definitiva, todo se reduce a la escasa cultura democrática de ciertos estados, y no es casual que dos de esas banderas censuradas sean de naciones bajo dominio español y francés. Estos se delatan a sí mismos. Si, por su parte, el Congreso Nacional de los Primeros Pueblos de Australia, que defiende los derechos de los aborígenes, afirma que el incidente de Hooper es una «locura burocrática» y que el boxeador no tiene por qué pedir disculpas por estar orgulloso de sus orígenes, ¿por qué no han salido las autoridades españolas o francesas a defender símbolos que, desde su punto de vista, son parte de su acervo común? ¿Por qué no ha salido Patxi López a defender la bandera que constitucionalmente él representa como más alto cargo institucional? Pues sencillamente porque no las consideran suyas, porque están de acuerdo en que tras ellas se esconde -o, mejor dicho, se muestra- una reivindicación política evidente: el derecho a ser como pueblo, también en deporte. Y no les falta razón.
Todo muy político, es cierto, pero no menos que competir bajo tu bandera, en representación de tu pueblo, para superar los límites humanos, sí, pero también a contrincantes que representan a otros pueblos.
En su libro «Espejos», Eduardo Galeano recuerda los orígenes de las Olimpíadas de este modo: «Las olimpíadas eran ceremonias de identidad compartida. Haciendo deporte, esos cuerpos decían, sin palabras: `Nos odiamos, nos peleamos, pero todos somos griegos'. (...) En las olimpíadas griegas nunca participaron las mujeres, los esclavos ni los extranjeros. En la democracia griega, tampoco». Hoy en día ese espíritu olímpico ya no habla de griegos, sino de fraternidad y humanidad. Pero en esa fraternidad no existen quienes no sean miembros orgullosos de un estado. Los vascos, los bretones o los aborígenes australianos como tal no alcanzan ese grado de humanidad, a no ser que compitan en nombre de quienes no les dejan ser lo que son, lo que quieran ser.
En este contexto, el pasado viernes los equipos vascos Biarritz Olympique y Aviron de Baiona se enfrentaron en la primera edición de la Copa de Euskal Herria de Rugby, que se disputó en Donostia y que ganaron los biarrotas. Ayer, como colofón a la Mendi Martxa que ha transitado desde Bidaxune hasta la capital guipuzcoana, ESAIT organizó el XIV Día de la Selección Vasca. Y los ciudadanos vascos que participan en Londres 2012 regresaron o fueron camino de los Juegos sin poder decidir con quién quieren competir. Son pasos, a veces importantes, a veces frustrantes, pero dados en una misma dirección: la defensa del derecho a decidir y la voluntad de ser libres como pueblo.