El robot explorador Curiosity, después de ocho meses de travesía y 567 millones de kilómetros recorridos, y tras hacer pasar «siete minutos de terror» a la NASA y al resto de agencias espaciales implicadas en el proyecto, se posó ayer con éxito en la superficie de Marte. Se trata, sin duda, de un logro científico y tecnológico, uno de los más importantes en la carrera espacial, que abre la puerta a la posibilidad de que el ser humano llegue a pisar el planeta más parecido a la Tierra. Probablemente, Barack Obama, en plena carrera electoral, se pasó de triunfalista en su discurso, en el que apeló a la historia, pero tampoco sería justo menospreciar lo conseguido.

Sin embargo, esta nueva muestra de la capacidad del ser humano sirve para poner en evidencia su incapacidad para alcanzar hitos mucho más cercanos, necesarios y urgentes. Que una especie que es capaz de enviar un robot a otro planeta y que está pensando en colonizarlo, no consiga evitar que millones de personas mueran de hambre y de enfermedad, o que no impida que su propio hogar esté al borde del colapso medioambiental, debería motivar la reflexión de quienes ayer no ocultaban su alegría.