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CRíTICA: «Woochi, cazador de demonios»

Los increíbles amuletos del aprendiz de mago taoísta

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Mikel INSAUSTI

Esta película coreana hizo en su país una recaudación millonaria comparable a la de las grandes producciones de Hollywood, algo comprensible por su condición de entretenimiento que busca la espectacularidad a través de una infalible combinación de acción y humor. Fusiona la comedia fantástica y las artes marciales con una naturalidad asombrosa, sin que los saltos en el tiempo resulten forzados. La primera parte, que se desarrolla en la época feudal, recuerda a las películas chinas del género wuxia, mientras que la segunda, ambientada en el Seúl actual, juega con los anacronismos al estilo de otras cintas occidentales como «Los visitantes».

El cine coreano suele utilizar mucho un personaje cómico a modo de contrapunto con el protagonista dramático, y aunque en «Woochi» no falta dicha figura bufonesca, lo cierto es que nadie escapa en la película al registro paródico, ni siquiera los mismísimos dioses y demonios. Pues bien, tal función la cumple aquí Chorangyi, siervo y compañero fiel del quijotesco antihéroe del título, con la singular doble característica de que es a la vez su escudero y su caballo, e incluso en un momento dado lo convierten en perro con malas artes.

Sí, porque la magia es el motor de todas las fabulosas escenas en las que los contendientes vuelan por los aires, siguiendo la tradición de las acrobacias con cables. Lo gracioso es que el aprendiz de mago taoísta es un engreído charlatán, que sin sus amuletos o talismanes no es capaz de obrar ningún prodigio. Depende de ellos tanto como de su maestro, sin que la situación cambie cuando viaja desde la era Joseon hasta el presente, tras haber permanecido quinientos años encerrado en un pergamino. Al ser liberado del antiguo grabado del que formaba parte, desarrolla un dominio icónico que le permite introducirse en anuncios y demás imágenes multimedia de la sociedad de consumo. La burla de la tecnocracia corre pareja a la del mundo tradicional representado por la religión, en la medida en que ambos extremos representan la sinrazón de la absurda existencia humana, caricaturizada divertidamente por Choi Dong-Hun.

 

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