Iñaki Egaña | Historiador
La luz que rompe la soledad
Decía Ovidio, hace ya dos milenios, que «la gota abre la piedra no por su fuerza, sino por su constancia». A veces, en la impaciencia del presente, sueño que la piedra se resquebraja de repente, como azuzada por un rayo. Y otras, en cambio, en las noche más tristes, me revuelco en el espejismo del fracaso, de una piedra eterna que no existe.
Piedra tras piedra, hasta componer un muro, el recinto encierra amigos. Y ellos son el origen de mi desasosiego. Y, sin embargo, el principio de alegrías y certezas. El comienzo de la solidaridad. El sonido que acude a la ventana, la luz que rompió la soledad. Palabras de Neruda.
El sistema penitenciario español, ya lo dijo el exministro del Interior español y jefe de la oposición a Rajoy, el «socialista» Pérez Rubalcaba, es el más duro de Europa. Una piedra gigantesca. Que es lo mismo que decir, tratándose del tema que nos ocupa, el más inhumano. La cárcel fue diseñada para la redención del preso y, por tanto, como fin en sí misma. En España, sin embargo, la cárcel es el comienzo del castigo, la primera puerta que abre otras de mayor recorrido.
A finales de 1989, diversos presos comunistas españoles comenzaron una huelga de hambre para protestar contra la política penitenciaria y, en especial, contra la dispersión. Entonces, el PSOE dirigía el Gobierno en Madrid: José Luis Corcuera ministro del Interior, Antoni Asunción director de Instituciones Penitenciarias y Enrique Múgica Herzog «defensor» del pueblo.
A medida que la protesta iba colectivizándose, las declaraciones de los dirigentes socialistas fueron, exponencialmente, más crueles. Asunción comparó a los huelguistas con los jóvenes con anorexia y Múgica Herzog, golpista en 1981 con Tejero, habló de una «supuesta» huelga de hambre. En mayo de 1990, José Manuel Sevillano fallecía, después de 177 días de protesta. En la prisión de Alcalá-Meco. Nadie rectificó lo dicho.
Del joven de Txurdinaga Joseba Asensio, cuya muerte fue casi como una pesadilla, me llega el recuerdo de las seis huelgas de hambre que realizó. Y también, algo que no olvidaré jamás, el asaltó policial a su cadáver por las calles de Bilbo, sin piedad. Inhumano. Ni los muertos tienen descanso para una generación de responsables políticos surgidos al calor del falangismo y del matonismo. Sin tregua posible. Alfonso Guerra llegó a decir que la carga policial contra un muerto y su familia fue un «montaje para conseguir votos».
Joseba había acudido a que le auscultaran. Sentía fatiga. No es nada, apenas un catarro, le debieron decir. La médico de la cárcel de Herrera, Nuria Castro fue procesada. Incluso el fiscal pidió seis años de prisión para ella. Porque Joseba Asensio había muerto de tuberculosis. La defensa de Castro alegó «escasez de medios sanitarios». La médico fue absuelta y Antoni Asunción, el mismo de las declaraciones de Sevillano, la ascendió y trasladó de Herrera a Alcalá-Meco.
Una burla más.
Entre los numerosas búsquedas de desaparecidos de la guerra civil y del franquismo que he realizado, o quizás debería decir he ayudado a completar, hubo una que me impactó, entre tantas. Por no aburrir diré que, en lo esencial, un preso vasco, natural de Oria, hoy Lasarte, fue dispersado, como era costumbre, lejos de su domicilio. Ángel Garro. Lo trasladaron hasta Galicia. El número de prisioneros era enorme y los franquistas tuvieron que echar mano de cualquier artilugio que convirtieron en cárcel.
Uno de ellos fue un barco creado en los astilleros Euskalduna que trasladaron hasta la bahía de Vigo, el Upo Mendi (desguazado en Gijón en 1962). Allí encerraron a nuestro compatriota. Pasaron los años y, como Joseba Asensio, el preso de Oria fue abandonado a su suerte. Murió de tuberculosis. Y su muerte la ocultaron a la familia que, por razones obvias (sin medios económicos, sin salvoconductos para viajar por ser tachados de rojos), no tenía noticias del allegado.
A los meses, Franco indultó a varios miles de presos políticos. El régimen necesitaba mano de obra. La familia de Oria recibió la noticia. Ángel Garro sería liberado. Se dirigieron a Instituciones Penitenciarias, que tramitó su proceso de libertad con la dirección del Upo Mendi. La alegría se convirtió en pesadilla, como la de las calles de Bilbo de 1990. Entonces, la familia supo que el preso llevaba varios meses muerto. Nadie les había comunicado ni su suerte, ni su destino, que lo conocieron, grosso modo, en 2005.
Por eso era el sistema más inhumano de Europa durante décadas. Hasta hoy.
Un sistema para gloria y orgullo de una administración que no puede estar sino enferma. Nadie que hable en parámetros de humanidad puede vanagloriarse de la venganza de los más débiles, del acoso a los enfermos, del desprecio a los muertos, de los logros de una política diseñada para el exterminio. Como lo hicieron en centenares de ocasiones, en el franquismo, en la transición, en la «democracia».
Como lo han hecho varios agentes autonómicos, esos cuyo nombre es originario de Persia, sipahi, y sirvieron para designar a los soldados nativos reclutados por el imperio británico para defender a la metrópoli. Lo ocurrido en el Hospital Donostia con un preso en huelga de hambre, enfermo terminal, es un reflejo más de un cuerpo policial contaminado por mandos y discursos canallas. En línea de la muerte de Iñigo Cabacas e impunidad posterior.
Hace ya un tiempo que anoté para esta ocasión la frase de José Martí: «Por ley de historia, un perdón puede ser un error, pero una venganza es siempre una infelicidad». Y los modelos que practican, que expanden quienes manejan los hilos de nuestra sociedad, en especial los de los presos, son proyectos fundamentados en personalidades infectadas. Funcionarios de la cárcel de Palma (Mallorca) acaban de decir que los presos «están mejor dentro que fuera». Una buena noticia para identificar la enfermedad.
La sociedad que promueve y que soporta el sistema penitenciario español es, precisamente, la antítesis del mundo que promueven los presos vascos. La primera es vengativa, chulesca, racista, mentirosa... La segunda... lean la carta de Iosu Uribetxebarria y conocerán las respuestas. En esencia, solidaridad y humildad.
Esas dos cuestiones, son precisamente, las claves que separan dos mundos. Astuto como nadie, el diario de Vocento en Gipuzkoa lo señaló de una manera tan notoria que es de agradecer: «Otegi se suma a la huelga de hambre en `solidaridad' con Uribetxeberria». La particularidad llegaba en el momento que el titular entrecomillaba la palabra solidaridad.
Conocerán, porque la ortografía es básica y sencilla, las razones de un entrecomillado: citas, formalismos, palabras inexistentes... No es el caso. Hay dos posibilidades más, según la Academia de la Lengua: neologismos o palabras citadas con ironía. En cualquiera de las dos eventualidades, el uso que hace el Vocento guipuzcoano del término solidaridad es un nuevo escándalo.
Pero ese es precisamente el límite de los dos mundos.
Uno de ellos ridiculiza la solidaridad, porque no conoce su significado. Es el mundo de la venganza, del acoso al débil. El racista histórico ungido por la mano de los dioses que suelta a sus perros para que despedacen a los indios, que recluta mano de obra barata entre los nativos para mantenerlos a raya. Que envía al fondo del baúl cualquier noticia relacionada con su actividad retorcida.
Y el otro, el que entiende efectivamente de solidaridad. La que han manifestado durante años y años, tantos que quiebran el lápiz, los propios presos para con sus compañeros. Los que no son presos para con ellos. Los que acudieron el sábado pasado en Donostia para mostrarle cariño a Iosu. Los que lo hicieron a principios de año en Bilbo, en la más grande movilización de nuestra historia.
El compromiso de los presos necesita de nuestro apoyo. De un apoyo descomunal, en línea con la magnitud del azote que sufren. Necesitamos de la solidaridad. Ellos y nosotros, en un juego recíproco. Iosu ha logrado lo que otros en otras épocas. Es, como dijo Neruda, esa luz que ha roto la soledad.