Basada en «Pigmalión» de Bernard Shaw, la historia de la joven de clase baja que utiliza un lenguaje barriobajero, convertida, por una apuesta entre dos señoritos de clase alta, en una adorable señorita que puede alternar con la aristocracia, ha dado mucho juego para el cine, con diversas versiones, la escena y los musicales. El donostiarra Jaime Azpilicueta vuelve al gran musical con esta historia jugosa, dulzona, en la que hasta triunfa el amor interclasista, en uno de esos finales felices románticos que acaban con el cuadro.

Este montaje es vivo, está cuidada su parte visual, con un vestuario que en momentos es espléndido y una escenografía que parece ahogar espacialmente en ciertos pasajes a la amplia compañía, sobre todo en los números corales con bailes, pero que va creando los diferentes ámbitos donde transcurren las escenas con una cierta elegancia y una tecnología de proyecciones que le dota de un cierto aire de actualidad.

La historia es la que es, la dramaturgia aplicada por el director, no aporta muchas variables, quizás la aproxime en los puntos cálidos para restarle esa supuesta majestuosidad británica, y la partitura tiene sus años, aunque para gente de otras generaciones muchas de sus canciones resuenen en sus memoria en la versión original de la película y sus traducciones.

El reparto es cumplidor y muy rítmico. Hay que hacer un primer esfuerzo para entrar en la convención teatral y admitir a Paloma san Basilio como esa joven desarrapada, pero una vez superado ese trago y procurando escuchar su amplio registro vocal, todo transcurre dentro de un ambiente propicio, sin grandes alardes, todo muy correcto, pudiendo disfrutarse de grandes la sabiduría de una actriz como Ana María Vidal que dota de peso interpretativo la escena con sus intervenciones, la buena energía del elenco general, y la solidez actoral de Juan Gea, aunque sufra en los cantables. Un musical clásico, familiar, bien hecho.