Udate
«Pero ¿no te lo había devuelto?»
Libros que no se devuelven. Libros que no hay manera de devolver. Libros tomados como rehenes.... más de veinte escritores y artistas cuentan sus experiencias con los libros que pasan de mano en mano y que, casi siempre, llevan en ese viaje un equipaje sobre todo emocional.
Texto: Patxi IRURZUN Fotografías: Gari GARAIALDE | ARGAZKI PRESS
Libros prestados: rehenes, naufragios y masturbaciones
«Existen dos clases de tontos: los que prestan libros y los que los devuelven». Eso dice el refrán. Pero a menudo no hay nada más bobo, con más excepciones, que un refrán. Hay personas que prestan generosamente sus libros, y otras a las que no devolverlos les parece poco menos que un sacrilegio. «Siempre presto un libro en la confianza de que me será devuelto. No pienso tan mal de mis amigos», dice, por ejemplo, el escritor y crítico literario Alberto Olmos. Y otro escritor, el arrasatearra Josu Arteaga, asegura que antes se cortaría una mano que no devolver un libro prestado. «Los libros que prestan los colegas son sagrados», le respalda el músico sevillano Poncho K, quien, por cierto, acaba de estrenarse como novelista con «Trolo». Evidentemente, no todo el mundo se lo toma tan a pecho, no por nada, a veces solo es una cuestión de mala memoria, algo del tipo «pero, ¿no te lo había devuelto ya hace tiempo?», frase que, como señala el rockero Kike Turrón, va más allá del sentido estrictamente literal y que más bien quiere decir: «No vas a volver a ver ese libro en tu vida».
Hacerse el despistado suele ser una de las excusas más habituales, aunque a veces hay otras menos confesables para que los préstamos se prolonguen en la perpetuidad: «Tengo un par de libros prestados que no pienso devolver porque me he masturbado demasiadas veces sobre la portada y las páginas huelen ya demasiado a mí», asegura la poeta irundarra-villavesa Fátima Frutos. Aunque suele ser más habitual que los libros conserven el olor de sus dueños originales y que los libros prestados se conviertan en rehenes (Eloy Fernández-Porta, por ejemplo, dice que tiene en su poder «Urbi et orbi», de David Leo, «que me lo prestó Ana Serrano, pero ella también tiene algún CD mío que no me ha devuelto, así que en paz») o sean los restos del naufragio de una relación amorosa («Presté `Peatón de Madrid', de Miguel Sánchez-Óstiz, libro fundamental en mi forja como aspirante a flâneur madrileñista, a una exnovieta, y nunca más se supo. Ni del libro ni de ella. ¡Ay!», se lamenta el escritor pamplonés Eduardo Laporte).
Libros perdidos: mudanzas, cabras y ferias de segunda mano
Después, hay libros para los que el camino de retorno es más complicado: «Tengo algunos que no recuerdo quién me los dejó y varios -estos dan más mal rollo- cuyos propietarios han muerto», explica el dibujante Mauro Entrialgo, quien prefiere regalar libros antes que prestarlos: «El año pasado, por ejemplo, acabé comprando media docena de `Los millones', de Santiago Lorenzo, para regalarlos y que así mi ejemplar no corriese peligro de desaparecer».
Claro que la mejor manera de tenerlo todo claro es el método que utiliza el periodista y viajero Ander Izagirre: «Desde hace tiempo tengo una libreta en mi biblioteca en la que apunto qué libros presto y a quién. Soy un bibliotecario feroz. Ahora mismo tengo siete libros prestados a cuatro personas».
Otros son más desprendidos y prestan a veces demasiado alegremente, como el cantante del grupo Insolenzia, Daniel Sancet: «Tengo muchos libros y no llevo ningún control sobre ellos. Si a esto le añadimos que me encanta prestar, no es extraño que haya perdido gran cantidad. De lo que más me arrepiento es de prestar libros a personas que no se lo merecían. Siempre presto libros con la ilusión de que presto una parte de mi, algo que a mí me ha gustado».
Y, por último, están los libros que no hay manera de devolver: «Recuerdo las ganas que tuve de devolver un libro que pedí prestado a una colega periodista. Era `En confianza', de Mariano Rajoy, que necesité para un reportaje sobre políticos y cultura. Nunca en mi vida he puesto tanto empeño en devolver un libro prestado», dice Eduardo Laporte.
Prestar libros, como vemos, es a menudo una manera de perderlos de vista, pero hay otras muchas más dolorosas y rocambolescas. «Cuando era niño, por evitar dar un rodeo para llegar a la casa de mis abuelos, solía saltar la tapia que separaba su casa del colegio», recuerda el poeta Antonio Orihuela: «Esa tapia daba directamente a un corral de cabras y, un fatídico día, al tirar primero mi maleta con los libros del colegio, se abrió con el impacto y se desparramaron por el corral mis libros, cuadernos y, por desgracia, también mis queridos tebeos del Capitán Trueno y de Jabato... Cuando llegué arriba de la tapia descubrí el espectáculo de las cabras comiéndose exclusivamente esos tebeos. O las cabras habían hecho apostolado de analfabetas o el papel de la editorial Bruguera debía de estar hecho con un compuesto de fibra vegetal irresistible».
Una historia ciertamente singular porque, como todo el mundo sabe, los libros se pierden en las mudanzas, o al menos es a ellas a las que se echa siempre la culpa. Una mudanza fue precisamente la razón por la que el librero Patxo Abarzuza (Elkar, Iruñea) dejara de perder libros, pues tuvo que deshacerse de más de mil al cambiarse a una casa más pequeña. «Desde entonces he adquirido la costumbre de no guardar casi ningún libro, aunque tampoco los presto. Los regalo con la condición de que rulen», dice respecto al tema anterior, los libros prestados (respecto al posterior, los libros robados, a Patxo no le preguntaremos nada).
Algo similar le sucedió a la montañera y escritora Eider Elizegi, ganadora del premio Desnivel en 2010 con «Mi Montaña»: «Hará unos tres años regalé casi todas mis cosas, incluidos los libros. Dejé mi curro y la casa de alquiler en la que vivía y me instalé en la furgo. Me quedé con algunos libros imprescindibles, pero repartí otros a los que me sentía muy ligada. Desde que tengo 15 años he gastado mis ahorros en libros y tenía una buena biblioteca. A veces siento ganas de releer `El ojo' y algunos otros de Nabokov, libros con los que descubrí de lo que era capaz la literatura. Pero no me dolió perderlos: aunque a veces los echo de menos, desprenderme de ellos fue una liberación», afirma.
Pero, para pérdidas y reencuentros dolorosos y rocambolescos, el que cuenta el novelista boliviano Claudio Ferrufino-Coqueugniot: «El libro que más me ha dolido perder fue `Antología negra', de Blaise Cendrars, prologado por Henry Miller. Lo regalé a un amor. Lo compró en la feria de libros usados un amigo. El libro llevaba mi firma y, obviamente, ella lo había vendido por nada».
Libros robados: hipnosis, hambre y otros atenuantes
«Una vez distraje un ejemplar de `Dinero', de Miguel Brieva, que estaba huérfano en la barra de un bar. Aún no tengo claro si realmente lo mangué, pero sí que me hipnotizó y me lo tuve que llevar», cuenta el músico Juan Abarca, de Mamá Ladilla. Los libros ejercen en algunas personas (curiosamente, a menudo escritores) un extraño influjo, que despierta su lado más oscuro. El donostiarra Alain Gonfaus, último ganador del premio de narrativa de la editorial Irreverentes con su libro de relatos «Vorágine», no se pudo resistir en una «monstruo-librería» del centro de Barcelona a robar «Dinero Gratis», de Carlos Padial. «Supuse que el título era una invitación a no pagar», se justifica. Porque estos incontrolables brotes de cleptomanía, en la mayoría de los casos, tienen atenuantes. El escritor Miguel Ángel Mala confiesa haber robado cientos de libros: «Pero casi siempre han sido a grandes almacenes y cadenas, que son unos ladrones. Y ya se sabe lo que reza el dicho». Algo en lo que le secunda Daniel Sancet: «He robado muchísimos libros, siempre en grandes almacenes y en cadenas de esas que son empresas potentísimas. Nunca robaría en una librería de las de siempre. Ahora que sé que las grandes superficies pagan el ejemplar robado a las editoriales... todavía robo más a gusto». El zamorano David Refoyo, autor de «25 centímetros» y del poemario «Odio», también tiene argumentos para defenderse. Y códigos de honor: «Robar en una biblioteca es un sacrilegio, robar en una librería es compartir conocimiento». Hay, por otra parte, libros que nadie echa de menos. El artista antes conocido como Kike Babas, Kike Suárez, cuenta cómo se hizo en Londres con «And the Ass Saw the Angel», de Nick Cave: «El señor Cave firmaba ejemplares de su novela en unos grandes almacenes. Había una buena cola de siniestros (hablo de 1993). Simplemente cogí una copia de la estantería y me puse a la fila. Llegó mi turno, Nick preguntó mi nombre y me firmó el libro. A la salida no pitó nada, pero el corazón me latía fuertemente». Ander Izagirre, por su parte, «robó» «Annapurna», de Maurice Herzog. «Atenuante: estaba en una pila de libros olvidados en una casa en la que nadie los iba a leer», dice. Y, por supuesto, está el atenuante entre los atenuantes: el hambre. Macky Chuca, cantante del grupo argentino Mostros y autora de «La reina del burdel» (premio Café Mon 2011), confiesa que siendo estudiante robó un tomo de Christian Metz: «Ahora no recuerdo si era `Cine y Psicoanálisis' o `Ensayos sobre la Significación en el Cine'. Era uno de los dos: el otro se lo compré al mismo librero amargado y odioso cuando ya me había gastado el dinero de la comida de ese mes. Pero sé que haber comido fideos con manteca durante diez días no es un atenuante y, probablemente, me pudra en el infierno de los bibliófilos de todas formas».
No lo creemos, Macky, ni tampoco que ninguno de los arriba mencionados vaya a acabar por estas confesiones en las páginas de una nueva edición de «Escritores Delincuentes», el ensayo de José Ovejero, quien dice que lo único que se ha atrevido a robar en su vida es una alfombrilla de Ikea. Porque robar, prestar y perder libros parece ser algo inherente a ellos, algo inevitable, algo que, en el fondo, se hace por puro amor al arte.