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Julen Arzuaga | Giza eskubideen behatokia

Victimismos

El autor parte de la base de que el victimismo, más que negar la naturaleza de victima, se refiere a la actuación desde esa condición en busca de «provechos bastardos» en forma de credibilidad y legitimidad social, de búsqueda de objetivos políticos y de réditos electorales. Y responde a Urkullu, que tildó de «espectáculo para exprimir el victimismo» las muestras de apoyo a Uribetxebarria. Considera que estas no tenían otro objetivo que una solución «pronta, digna y en justicia», que justificaban la campaña en sí misma, «pero no más allá». Critica a la contraparte por su excitación ilegítima de sentimientos victimistas y compara ese comportamiento con las palabras de Uribetxebarria.

Victimismo, un concepto-arma arrojadiza que siempre me ha provocado. ¿Qué se quiere designar con él? ¿Tal vez un fraude en la condición de víctima? ¿Quizá el victimismo sería una exageración en la consideración de víctima? Si se puede constatar una restricción o lesión de un derecho fundamental no se daría tal fraude. Si se exagera, habría que ponderar cuanto, categorizando ese exceso: se hará poco, algo o mucho victimismo.

No. Más que la negación de la naturaleza de víctima creo que el elemento determinante de la acusación de victimismo es que con ella se pretende afear presuntos rendimientos que se obtendrían de esa actuación victimista. Provechos bastardos en forma de credibilidad o legitimidad social, de consecución de objetivos políticos, de réditos electorales...

En el presente caso de Iosu Uribetxebarria, todavía inconcluso pero situado en carril satisfactorio de solución, se ha lanzado una insistente acusación de victimismo contra el sector político que ha alzado la bandera de su excarcelación. Urkullu lo calificaba de espectáculo, apuntado que no ha sido sino una campaña de la izquierda abertzale para exprimir su victimismo en previos electorales. Quienes han arrojado esa crítica imaginaban un oscuro conciliábulo en el que oscuros estrategas de incluso más oscura alma obligaban al preso en el Hospital de Donostia a que llevara su salud al límite para cargarse de razones, y a la postre, arrancar unos votos. Los ladrones que piensan que todos son de su condición despotricaban por el diseño de una operación comunicativa con la que la izquierda abertzale querría beneficiarse mediáticamente en un verano políticamente anodino. De ahí pasaban a anatemizar el dedo -la huelga de hambre- que señalaba la luna -el dramático encarcelamiento de catorce presos y presas enfermas-. Método de protesta que los opinadores han retorcido hasta la nausea. Un colega huelguista me comentaba desde una cárcel madrileña que los registros de celda no se hacían para buscar materiales clandestinos o de riesgo; los hacían buscando comida. Comida con la que alimentar la espiral contra un método de lucha simbólico y pacífico que se ha elevado a la categoría de «coacción para doblegar al Estado de Derecho».

Semejante retortijón de la realidad ha sido devuelto a su lugar por el auto del juez de Castro que ha venido a verificar la consideración de víctima del preso de Arrasate, al apuntar que debe ser excarcelado por razones «humanitarias». No deja duda, contrario sensu, que su mantenimiento en prisión suponía un trato inhumano, cruel o degradante, escalón inmediatamente anterior a la tortura. Ante ese trato, la campaña estaría justificada en sí misma. Pero no más allá.

Magro beneficio el que hubiera obtenido el sector político independentista de haber exacerbado esa condición real de víctima para obtener otros beneficios, ya sean de credibilidad, de aprovisionamiento de razones o, más miserable aún, de réditos electorales. Más al contrario, considero que los profundos y sentidos posicionamientos y expresiones de apoyo hacia Uribetxebarria no tenían otro objetivo que una solución pronta, digna y en justicia ante la cerrazón de un Estado amputado en sentir humanitario y desmochado de apego a los derechos humanos. En este país no estamos para más víctimas. No estamos para más sufrimiento, menos para su aprovechamiento político. Los esfuerzos se centran precisamente en revertirlo.

Pero la cosa no acaba aquí. Creo sinceramente que en el caso Uribetxebarria ha habido una contraparte muy vinculada a la excitación ilegítima de sentimientos victimistas. Me refiero a la actuación de algunas organizaciones de víctimas de ETA, que ha arreciado tras la decisión del juez de Vigilancia Penitenciaria. Siguiendo el razonamiento anterior, no pongo en duda la condición de víctima de quienes alzan su voz. Pongo en duda su conducta de exacerbar esa naturaleza para conseguir otros objetivos que no sean los del merecido reconocimiento o reparación del daño que sufrieron. Sin duda, deben aspirar a una garantía de que lo que sufrieron no vuelva a suceder a nadie más, nunca más. Pero lamentablemente otros objetivos espurios impulsan sus actos. Sus actuaciones y anhelos rayan con la más descarnada venganza o revancha, haciéndose vehículo incluso de intereses contrarios a la normalización política y a apuntalar la precaria convivencia en este país.

Su contrariedad por el nuevo ciclo político y su apego a soluciones ya extemporáneas es indicadora del extremo al que han querido llevar su naturaleza de víctima. Lo que denominan «derrota de los terroristas» se basa en la supresión de la justicia, tanto en la vertiente de los derechos de los presos, como en la relativa a los derechos de otros ciudadanos que desean expresar en las calles su opinión al respecto, expresiones prohibidas precisamente por el etéreo sentir de las víctimas. Pero es que, además, su desapego a la lógica humanitaria, algo a que se les suponía especialmente sensibles, no es de recibo. No es de este mundo la solución preferida del desenlace más trágico, interpelando al gobierno para que mantenga la más dramática de las alternativas posibles. No puede entenderse que en el loco afán de cumplimiento íntegro de las penas, se priorice éste al propio límite que impone la naturaleza humana. El ser humano es finito, frente a sus infinitas expectativas de castigo.

Y ahora, la decepción de las asociaciones de víctimas por sentirse traicionadas por el ejecutivo que más les aupó, no proviene sino de sus inflamadas perspectivas. Una exageración en las atribuciones simbólicas que asumieron y que les puso en un pedestal desde el que pensaban podían dictar exigencias imposibles. Una condición indiscutible de víctimas que se marchita por pretensiones desaforadas.

Alguien cargó de expectativas falsas a estas asociaciones y ahora no encuentran la manera de aliviar esa carga. El laberinto discursivo que construyó el gobierno sobre la necesidad de aplicar la ley -correcto- pero añadiendo la coletilla maldita de que no se someterían a coacciones llevaba a la confusión, como se ha visto. Las declaraciones de Mayor Oreja o González Pons han excitado los más bajos instintos. Los laboratorios de prensa han incitando el populismo más reaccionario. La actuación del fiscal introduciendo como obstáculo la falta de arrepentimiento de Uribetxebarria no ha hecho más que exaltar aún más ánimos ilusorios, encender aún más perspectivas imposibles.

Esa actitud no conduce a nada, no al menos a facilitar una necesaria y pedagógica empatía hacia el amplio colectivo de víctimas de ETA. Traigamos las palabras del propio Uribetxebarria: «no comprenderse mutuamente no ayuda. Ese no es el camino. Pero a una víctima de ETA le diría que hablar ayuda; que no cierre el camino, que hay algunos mínimos en los que se puede estar de acuerdo para empezar, para ir abriendo camino. Cada uno con sus ideas, pero con respeto y tolerancia, avanzando hacia la convivencia». Comparen una actitud y otra y hablemos de victimismos.

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