Iñaki Egaña | Historiador
Miedo a la libertad
En octubre de 1938, más o menos cuando el primer premio de la Lotería española llegaba a Gasteiz y el poeta Fancis James fallecía en Hazparne, un mago de la comunicación como Orson Welles lograba sembrar de pánico las calles de Nueva York a través de una emisión radiofónica. Poco antes se le había ocurrido la brillante idea de dar verosimilitud a una novela de ciencia ficción escrita por H. G. Wells, «La guerra de los mundos». En síntesis, el «noticiario» radiofónico desplegaba la imaginación apuntando a una invasión de marcianos que, a las primeras de cambio, derrotaron a las aguerridas tropas estadounidenses gracias a un arma secreta, un rayo de calor, y al uso indiscriminado de gases venenosos.
La histeria provocada por Orson Welles se volvió a repetir en Quito (Ecuador), diez años después, con efectos más devastadores, millones de sucres en desperfectos causados por el pánico y el enfado, y cinco muertos, pasto de las llamas. En menor medida, la experiencia de 1938 fue repetida en otros puntos del planeta, hasta nuestros días. Sin tanto eco.
La lectura de la emisión radiofónica nos puso sobre la pista del tremendo impacto que tiene la expansión del miedo en las sociedades modernas y, sobre todo, de la herramienta que puede ser su propagación para perpetuar el poder. El miedo es una emoción primaria que está en el origen tanto de las religiones como de decenas de actividades humanas de lo más cotidianas.
Por miedo, más que por respeto, las revoluciones se quedan a las puertas de su materialización. Por miedo, Hitler sometió a media Europa y, por miedo al Gulag, la URSS estalinista mantuvo un sistema de élites en medio del desconcierto. El miedo a la tortura y a la desaparición hizo timorata a buena parte de la oposición a Franco, que echó su historia por la borda en unas semanas.
El miedo es la principal causa de que España no se subleve por los cuatro costados, con cerca de 6.000.000 de parados y un futuro pésimo para las próximas generaciones. A una estrecha franja de la historia de Francia, en el verano de 1789, se la llama el «Gran Miedo» (Grande Peur), cuando la aristocracia alertó del «peligro» de que hordas de hambrientos y vagabundos asaltarán los graneros.
Miedo a ser descubierto tuvo el beratarra Manuel Cristóbal, miembro de la ejecutiva del PCE en la clandestinidad, y a salir de su refugio cuando enfermó. Miedo a ser torturado y a señalar a sus compañeros y por eso prefirió no abandonar su escondite. Falleció de apendicitis, en 1957. En la misma medida la historia se reprodujo con José Luis Arrieta, Azkoiti, cuya agonía la sufrió en clandestinidad y falleció en 2001.
Hay otro miedo, el que surge de la política cotidiana. A ese me quiero referir, sin caer en el fondo de la historia que, la verdad, siempre da tanto para un roto que para un descosido. El miedo germina de un acto político cuya cualidad principal es la de coaccionar y dirigir la suma de voluntades políticas hacia un fin determinado. Los logros del acto político quedan en entredicho por la amenaza y entonces aparece la posibilidad de perder lo que hasta hace poco existía.
Para entendernos con un ejemplo. La última andanada de «Deia», que de un tiempo a esta parte se ha convertido en ariete de determinados movimientos de aquellos que comparten espacio abertzale. Los medios gestionados por el Gobierno vasco han pasado por un periodo de drástica censura y de dirección política como no había sucedido desde las épocas del franquismo. Todo el mundo arrima el ascua a su sardina, pero lo del tándem PP-PSOE ha sobrepasado las expectativas.
Ante el más que probable cambio a partir del resultado de las elecciones autonómicas, el citado «Deia» hace una lectura torticera de la propuesta lingüística de la candidata Laura Mintegi para concluir que la getxotarra va a terminar, de alcanzar la Lehendakaritza, con los medios en castellano de la Comunidad Autónoma. Saben que no es cierto, pero ya han sobresaltado a la comunidad castellano parlante.
El objetivo principal de esta intencionada representación y de otras similares es el de que la mayoría aletargada despierte, la castigada por la crisis y, sobre todo, la que se muestra indiferente ante una clase política que ha cavado año tras año un foso que le ha ido alejando de la sociedad. Es, precisamente, al atizar el miedo, cuando esta clase política quiere recuperar su posición privilegiada de dominación. Y no hace falta concluir un máster en Cambridge para resumir que esa conclusión tiene como objetivo final el de la sumisión.
Los atentados islamistas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU son el paradigma por excelencia en estos últimos años. La expansión del miedo y la activación de aquellos que se mostraban indiferentes logró el aval que Washington y Bush necesitaban para las invasiones de Afganistán, Irak y el control de las fuentes del petróleo. La confluencia de intereses impulsó las teorías conspirativas. Quizás sin demasiado sustento, pero con apoyo indudable de los medios oficiales que distrajeron a la opinión pública.
Desde que el 5 de septiembre de 2010 ETA anunciara el fin de sus «acciones armadas ofensivas» hasta el 20 de octubre del año siguiente en el que la organización decía adiós a las armas sin condiciones, el Gobierno español ha alentado el fantasma primero de la ruptura y luego de la falsedad de las intenciones para moverse en un escenario en el que llevaba cómodo la última década. A los suyos y a la sociedad española, en general, el mensaje del miedo le había sido rentable, tanto para su cohesión como para movilizar a una sociedad que en las dos décadas anteriores no había mostrado semejante grado de adhesión a sus tesis. Se pasaron en la frenada y ahora pagan el peaje.
La campaña para las autonómicas, aunque no formalmente, hace tiempo ya que echó a andar. Y todos los grupos del tripartito (PP, PSOE y PNV) han coincidido en hacer del miedo político el eje de su propuesta. Miedo a lo que supone un cambio radical en el podrido mundo de la política. Miedo a la profundización en espacios, como el de la soberanía, que remuevan el cesto histórico. Miedo a las formas de quienes se pueden convertir en nuevos gestores.
Xabier Arzalluz fue uno de los ejemplos más notorios cuando puso frente a la energía nuclear la otra opción, la nada: «Si se cierra Lemoiz, comeremos berzas y nos alumbraremos con velas». Frase apocalíptica y nada visionaria. Iberdrola, empresa propietaria de Lemoiz, tuvo en 2011 un beneficio neto de 2.805 millones de euros. Casi nada.
Estos días hemos asistido a nuevos episodios de esta vieja práctica de acogotar al indiferente a través de mensajes apocalípticos. Todos ellos en la misma dirección. Un coronel, perdonen que no recuerde siquiera su nombre, ha amenazado con sacar los tanques a la calle, tal y como avala la Constitución, si las ansias independentistas de naciones peninsulares periféricas siguen su curso.
La AME (Asociación de Militares Españoles) se sumó a las andanadas del coronel para enviar un mensaje intervencionista con motivo de la concesión del tercer grado a Josu Uribetxebarria, el mismo que los medios españoles no saben pronunciar su apellido: «Es de suponer que, como compañeros de los asesinados y garantes de la unidad e integridad indivisible de la Patria, los militares españoles saquen sus diáfanas conclusiones y obren, en su momento, en consecuencia con respecto a unos gobernantes volubles que ponen los intereses de sus ideologías por encima de los de España».
Las redes echan humo en la misma línea. Odón Elorza dice: «Bildu propone el conocimiento obligatorio del euskara»; «la gente aquí (se supone que en Madrid, donde trabaja), se ríe de los bildutarras por incapaces»; «El nacionalismo sigue con el rollo identitario y soberanista. El PSE a trabajar contra la crisis y las secuelas del terrorismo». Markel Olano, en la oposición, tampoco se quedaba atrás: «la izquierda abertzale en su pose de izquierdismo radical trata de esconder una falta total de implicación colectiva y personal en el apoyo a los excluidos de nuestra sociedad». Ojo, si gana Mintegi los pobres serán más pobres, parece decir Olano.
Ejemplos a patadas. Y aunque el salto es notorio, la historia es tan vieja como la vida. Parece mentira que el bucle se repita hasta el infinito. No existe aparentemente remedio a esta enfermedad aunque me resisto a certificarlo. Porque más bien opino que ese miedo que intentan trasmitir los que se quieren perpetuar en el poder es, en realidad y como diría Erich Fromm, miedo a la libertad.