Jon Urruxulegi Escritor
Euskal Herria independiente
El nudo gordiano que tenemos que desatar conlleva enfocar correctamente las relaciones con el PNV con vistas a la secesión natural. Como observador de la política vasca, pienso que la acritud ha presidido hasta ahora las relaciones bilaterales entre las dos formaciones nacionalistas más poderosas
La Diada del Onze de Setembre de 2012 ha sacudido las conciencias de todos. Una concatenación de varios factores, como el deseo secular de soberanía del pueblo catalán, el desprecio y a menudo persecución por parte de los gobiernos españoles hacia la cultura catalana, la grave crisis económico-social provocada por la Banca y políticos a su servicio han confluido para que millón y medio de catalanes, tomando pacíficamente Barcelona, hayan dicho a los gobiernos catalán y español: «¡Hasta aquí hemos llegado!». La marcha, considerada por el presidente Rajoy como algarabía en consonancia con la tradición española de abordar los graves problemas nacionales «periféricos», estaba encabezada por una pancarta que rezaba: «Catalunya, nou Estat d'Europa». Bajo un mar de esteladas, con firme convicción de que Catalunya debe ser soberana en el concierto internacional de estados libres, la gran manifestación nos revela que el nuevo estat d'Europa se perfila como acontecimiento viable, pese a las trabas de una Constitución antidemocrática, antisocial y militarista. Un sentimiento ampliamente mayoritario a favor de la independencia puede y debe hallar un cauce político expedito, que no será fácil pero sí viable, porque el mero recurso de esgrimir la Constitución contra un anhelo mayoritario secesionista haría agua frente a la resistencia popular, secundada por los organismos autonómicos firmemente decididos a conquistar, por fin, lo que históricamente les pertenece por derecho: devenir un estado propio en Europa. Es de prever que la próxima oferta española sea un estado confederal, pues inferior oferta sería a todas luces rechazable.
Este proceso de transición nacional, nada novedoso en el primer mundo, debe despertar un espíritu de sana emulación en el conjunto de fuerzas políticas, sociales, culturales de Euskal Herria. España, como Estado fallido que es, no ha logrado que una mayoría vasca se sienta cómoda dentro de una Constitución represora. Los sucesivos Gobiernos españoles, tutelados por un Ejército tradicionalmente golpista, nunca han escatimado medios escolares, militares, policiales, judiciales y administrativos para sojuzgar las naciones incorporadas militarmente a su «unidad de destino en lo universal». Este devenir histórico de nuestro pueblo dentro de España, cárcel de pueblos, toca, pues, a su fin.
Una constelación de factores favorables nos impulsa a reafirmarnos en nuestra trayectoria soberanista. No son pocos los países que han modificado su estatus político mediante referéndum: Alemania, Estonia, Letonia, Lituania, Kosovo, Eslovenia, Croacia, Montenegro... y los que pueden ejercer el derecho de autodeterminación: Quebec, Escocia, Gales... La aceptación o interés internacional que España puede ostentar hoy es frágil debido a su cada vez menos influyente poder económico y diplomático. Su desarrollo político interno amenaza mayor inestabilidad si cabe; su Constitución no genera modelo de convivencia salvo para la derecha heredera del franquismo; la Educación y la Sanidad, pilares de todo estado de bienestar, auguran un futuro siniestro, y el entramado de la clase trabajadora lleva camino de fuerte deterioro mediante recortes aplicados sin piedad en todos los estamentos sociales por políticos al servicio de los bancos que han originado la grave crisis. Mientras tanto, crecen de manera insultante los recursos para Defensa.
Nuestras manifestaciones soberanistas son calificadas de algarabía por Rajoy y quimeras por el jefe del Estado. Son expresiones fascistas. La mayoría de los políticos afortunadamente condenan esta interpretación de nuestros anhelos. Nos respetan, aunque aun se resisten a aceptar un plebiscito que implicara la ruptura de la unidad impuesta. Anteponen su concepto no demócratico de España a las voluntades soberanas de los pueblos que dicen «deberían» integrarse en la unidad de destino española. El tiempo ejecutará en sus mentes el cambio imprescindible en su modo de pensar.
Mientras tanto, los vascos, con la izquierda soberanista al frente, debemos afanarnos en la tarea ineludible de crear un clima favorable a la declaración, más pronto que tarde, de nuestra ansiada independencia. Hoy los soberanistas representamos un masivo sector social, mañana debemos conformar una amplia mayoría que haga imponer la aceptación democrática de poder ejercer el derecho de autodeterminación. Tenemos que lograr que nuestro clamor soberanista haga a los eternos oponentes abandonar su obcecado error. Decía Manuel Azaña: «Y si quieren remar solos, dejémosles que lo hagan». Escribía José Mª Ruiz Soroa, nada sospechoso de nacionalista: «Si en Cataluña o País Vasco existiera un sentimiento nacional homogéneamente unitario, hace tiempo que se hubieran solucionado por sí mismos los problemas, por secesión natural». Entendemos que nos marca nítidamente el camino a seguir.
El nudo gordiano que tenemos que desatar conlleva enfocar correctamente las relaciones con el PNV con vistas a la secesión natural. Como observador de la política vasca, pienso que la acritud ha presidido hasta ahora las relaciones bilaterales entre las dos formaciones nacionalistas más poderosas. Ahora ya sabemos cómo no se debe plantear el desarrollo de dichas relaciones. Hay que superar definitivamente la polarización forzadamente mantenida entre ambas formaciones. La izquierda abertzale debería, quizá, moderar su ímpetu soberanista y seducir al otro hacia un proyecto común, viable y beneficioso para el pueblo en su conjunto. El PNV, independentista desde su creación en 1895, nunca ha renunciado a su vocación soberanista, aunque en su trayectoria real sí parece que da esa impresión. Hay que compaginar, pues, el realismo excesivamente postergador del PNV con la urgencia aparentemente desaconsejable de la izquierda soberanista.