Tras largos días de rigurosa preparación y práctica, Barack Obama y Mitt Romney se vieron las caras en el primer debate presidencial celebrado en la Universidad de Denver, Colorado. Por primera vez, decenas de millones de estadounidenses han tenido la oportunidad de ver lo que tienen que decirse, cara a cara, los dos hombres que se disputan la presidencia del país más poderoso del mundo. En un debate que llega en mitad de una campaña llena de malas artes, con miles de millones de dólares en donaciones que nadie sabe quién paga y qué compran, repleta de repulsivas caricaturas del oponente en anuncios publicitarios sin fin hechos de medias verdades y de citas sacadas de contexto. Un debate, en definitiva, en el que los dos contrincantes están más preocupados por no cometer errores, en no caer en las trampas del adversario que en exponer con claridad y consistencia intelectual sus respectivas propuestas. Donde cuenta más, en definitiva, el lenguaje corporal y la precisión y exactitud comunicativa de una sola línea.

A Obama le bastaba con no perder el debate, mientras que Romney necesitaba con urgencia un milagro, una victoria incontestable que diera la vuelta a su desventaja en las encuestas y, sobre todo, en los swing states, los estados claves de cara al resultado final. Con todo, el debate no será tan crucial. Queda mucho partido por jugar.