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Julen Arzuaga | Giza eskubideen behatokia

Por siempre jamás

Es momento, según Arzuaga, de progresar. Ante lo arcaico, «nos toca recurrir a nuestro espíritu transformador» y al «pensamiento maduro», para ir hacia un nuevo modelo social, económico, político, cultural, etc... Pero para ello son un obstáculo evidente quienes se aferran, cómodos, a viejas estructuras y lógicas. Un ejemplo de ello, la actitud del Gobierno español ante, entre otras muchas cuestiones, la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que dejaba sin ningún tipo de justificación la llamada doctrina Parot. Se trata, dice el autor, del vértigo, que padece España, «de que algo pueda cambiar, y haga que todo cambie».

Iñigo Urkullu nos anatemizó en el Alderdi Eguna contra el mal vicio de filosofar («primum vivere, deinde philosophare») alegando que hay otras prioridades. Descartes lo desautorizaría inmediatamente con su «cogito ergo sum», «pienso, luego existo». Y es que no acabo de entender por qué el candidato jelkide se encuentra en la disyuntiva de elegir entre vivir y reflexionar. Lo uno no parece incompatible con lo otro, sobre todo encontrándonos ante una múltiple encrucijada. Estamos en ese momento en que lo viejo no termina de morir y lo nuevo no termina de nacer. Ese punto en el que nadie puede intitularse conservador sin que suene a insulto y en que ser meramente progresista es demasiado vacuo, vacío. ¿Hacia qué progresar?

Ante lo arcaico, cada vez más imposible de reformar, de reciclar, nos toca recurrir a nuestro espíritu transformador, a grandes dosis de pensamiento maduro, para transicionar hacia un nuevo modelo de casi todo: social, económico, político, cultural, energético, nacional, de relaciones humanas, ético, estético, simbólico...

Sin embargo, ante semejante reto, hay quienes, con una visión sempiterna de las cosas, se repantigan en vetustas estructuras y lógicas del pasado. Una posición semejante a arrebujarse en el abrigo, aunque hace tiempo que llegó la primavera. Nos piden que lo asumamos: lo que hay, lo que conocemos, es para siempre jamás. Con esa mentalidad trajeron medidas excepcionales al calor de graves hechos. Y, según parece, aunque esos hechos han remitido, las medidas que diseñaron vinieron para quedarse. Medidas antiterroristas, excepcionales que, en buena lógica, deberían cambiar de cambiar las circunstancias que presuntamente las justificaron. La propia Constitución acepta autoexcepcionarse, al suprimir los derechos que instituye en el marco de la «actuación de bandas armadas o elementos terroristas». Esa actividad se verifica inexistente, pero algún interés mantiene girando la noria de la supresión de derechos fundamentales.

No sólo no quieren tocar ni una tuerca del andamio represivo que han ido levantando durante las últimas décadas, sino que no toleran que ingenieros de procedencia europea se lo soliciten. El ministro de Justicia, Alberto Ruiz Gallardón, ha presentado recurso a la sentencia del Tribunal Europeo que golpeaba en la línea de flotación de la llamada doctrina Parot. Llevar la contraria a la interpretación del Tribunal Supremo de que se debe poder ampliar sine die la estancia en prisión a los presos vascos tendría una «repercusión muy negativa para lo que significa el sistema jurídico español», en palabras del ministro. Obligaría a cambiar de rumbo, algo a lo que parece impedido el reumático timonel de Justicia.

Más aún, asegura que aplicar la lógica europea supondría la puesta en libertad «de los mayores terroristas». Pero algún día deberán hacerlo, ¿no? ¿Cuánto retrasar ese momento? ¿Qué hay en el trasfondo de la afirmación del ministro? Sí, ya nos explicó eso de la cadena perpetua revisable...

Pero algo parece no funcionar en la democracia española cuando un ministro de Justicia dice preferir a la aplicación del Código Penal franquista de 1973 -la legislación en que se sustentó la pena- una posterior interpretación del Tribunal Supremo más restrictiva. La legislación preconstitucional, al parecer, era más benigna con los enemigos del ministro.

Creo que conviene pararse un minuto en explicar a qué clavo ardiendo se quiere aferrar el Gobierno para justificar su recurso ante la Gran Sala del Tribunal Europeo de Derechos Humanos: se alega que no estamos ante la modificación de una norma penal desfavorable y retroactiva, sino ante un mero cambio de la interpretación del Tribunal Supremo sobre cómo debe ejecutarse la pena. Ese argumento de perfil puramente formal no tiene demasiado recorrido, porque sea pena, sea interpretación, igualmente estamos ante una disposición con efecto a anterioridad y restrictiva de derechos fundamentales -el derecho a la libertad- del reo. Ese cambio de opinión jurisprudencial sospechosamente repentino y tras cuarenta años de existencia pacífica, tritura la garantía constitucional de la seguridad jurídica, es decir, la facultad del afectado para predecir que no habrá un cambio posterior que truncaría sus expectativas de ejercicio de un derecho consolidado.

En cualquier caso, más allá de sesudos recovecos jurídicos, el ministro dejó bien claro qué le preocupa. Y es que, devolver a la legalidad la situación, tendría una «excepcional repercusión social». Repercusión nefasta, se entiende. Porque claro, ¿cómo explicárselo a su base? la caverna y sus pobladores, acostumbrados a ver la realidad como sombras en la pared, no están preparados para salir a la plena luz de la Declaración Europea de Derechos Humanos.

En otro orden de cosas, hete ahí el Tribunal de Orden Público, siempre tan presente como extemporáneo. Un mes de prohibiciones de movilizaciones de Herrira; juicios contra jóvenes con único delito de vinculación a Segi, una organización disuelta; alucinantes acusaciones y peticiones penales contra el abogado Iñako Goioaga; apertura de diligencias a jóvenes vascos que supuestamente pretendían realizar un sabotaje en un contexto de huelga general... a lo que hay que añadir al zacuto de la Audiencia Nacional los casos derivados de las crecientes protestas en Madrid. El test represivo aplicado a Euskal Herria en las últimas décadas ha ofrecido resultados para ser exportados también a otros contextos del Estado español, ahora también pasto de la protesta. Con el dossier de conclusiones de los experimentos represivos desarrollados aquí, ajustan herramientas allí. No sin desacoples: la negativa de un juez a aceptar las vacías acusaciones contra activistas políticos le vale el reproche de «pijo-ácrata». La salida del juez Pedraz denominando en su auto «decadente» a la clase política, tampoco demuestra muy buena salud del sistema-muerto viviente. ¿Anarcos y corruptos en el poder? Si ellos lo dicen...

En fin, que la batería de medidas para la restricción de derechos y libertades, presuntamente justificadas en circunstancias «extraordinarias» vinieron para quedarse. Y junto con las viejas normativas, también los presos entraron para quedarse. Por siempre jamás.

Quieren hacernos ver que hemos llegado al final de la historia, como dejó escrito Francis Fukuyama. Este neocon interpretaba que con la implantación del neoliberalismo tanto en lo económico como en lo político, y las herramientas de control social que lo afianzan, no es necesaria una evolución. Habíamos llegado al modelo definitivo, al punto final de la historia y por siempre jamás. Pero hasta Fukuyama parece rectificar en sus últimas intervenciones, dándose cuenta de la inconsistencia de su propuesta.

Y es que la vocación secular de España, imperecedera, perpetua, con sus armas intactas se resquebraja. Padece el vértigo de que algo pueda cambiar, y haga que todo cambie.

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