Antonio Alvarez-Solís Periodista
El valor del símbolo
La reelección de Obama representa un importante cambio en la vida estadounidense, porque se ha puesto en entredicho la preponderancia de Wall Street como referencia de organización social y la primacía de la raza blanca. Esta es la conclusión fundamental que subraya el veterano periodista sobre las recientes elecciones celebradas en USA, cuyas consecuencias llegarán, como un tsunami, «a las playas más diversas». Cree Alvarez-Solís que tras la nueva elección de Obama, Norteamérica no volverá a ser lo mismo porque, dice, de esta contienda ha salido muy dañada la lógica del neoliberalismo.
Escribe Ferrater Mora en su «Diccionario de Filosofía» que «lo característico del hombre y lo que, además, ha concedido a este su inmenso poder no es una mayor sensibilidad, ni siquiera una mayor memoria, sino una capacidad notable de simbolización». Esta observación ha de ser tenida particularmente en cuenta en una época como la nuestra, en que el futuro no se construye como una pura extensión lógica del presente, con solo ciertas variaciones adjetivas -lo que en términos populares se conoce como arreglos de chapa y pintura- sino que afluye convulsivamente para cambiar el perfil moral de la sociedad. Y eso plantea grandes exigencias simbólicas ya sea en forma de ideas, ya en forma de ciertos hechos significativos. La reelección del Sr. Obama hay que analizarla desde esta óptica. Más allá de las problemáticas posibilidades de reparar la existencia norteamericana según los postulados capitalistas el Sr. Obama representa un terminante cambio de orientación ética de la vida estadounidense, al menos en dos vectores muy significativos: la preponderancia de Wall Street como referencia de organización social, que ha sido puesta en entredicho, y la primacía de la raza blanca, que está siendo rechazada por millones de ciudadanos. La presidencia del Sr. Obama constituye la frontera entre una sociedad de clases muy rigurosa, que representa una historia de doscientos años, y una sociedad de fusión que navega hacia un orden distinto de valores. En torno a esa frontera se libra la gran batalla para abrir la puerta del futuro. Es muy posible que el Sr. Obama se queme en ese choque, pero hay algo que parece claro: que Norteamérica ya no volverá a ser lo que ha sido.
Ahora bien, si Estados Unidos ha iniciado una deriva de 180 grados por impacto de su tormenta interior y considerando su liderazgo universal todavía vivo ¿qué será del resto de los estados del planeta, que tributan a Washington en lo fundamental de su existencia? Evidentemente cabe hacer muchas consideraciones aunque lo que resulta palmario es que entramos en la parte más significativa de la universal multirrevolución en marcha. Esa alta cifra de movimientos revolucionarios, en la distinta medida en que lo sean, que conmueven al mundo musulmán, a una larga serie de países africanos, a varias naciones de Europa y a pobladas sociedades de Asia, ya no tienen ante sí, como dique de contención, a un país políticamente unido y potente, de perfil socialmente decidido, económicamente acorazado y con una moral significativamente unitaria, lo que generaba un poderoso liderazgo. Es decir, la sociedad neoliberal que comanda aún Estados Unidos ha dejado de constituir el gran y eficaz referente. Quizá el Sr. Obama no sea muy consciente de lo que comporta su victoria, pero también es cierto que los héroes instalados en la cumbre no han tenido casi nunca conciencia muy clara de lo que hacían en la historia. Al fin y al cabo el heroísmo eficaz lo aportan las multitudes que contemplan el aura incitadora y vivificante del ídolo y la convierten en materia real de vida.
Lo importante, por consiguiente, de estas elecciones que ha vivido Norteamérica es lo que suscitarán en la dinámica revolucionaria universal. Han sido, son, una potente fuente de energía alternativa para los pueblos atosigados en muchos casos por el hambre física, para las naciones profundamente abatidas; es decir, para los que son expulsados crudamente del llamado Estado del bienestar. Israel, que es una máquina que ejemplariza el tremendo poder clásico, ya ha dejado entrever su preocupación por este futuro. El dato hay que tenerlo muy en cuenta. Por el contrario, el mundo árabe que circunda con tanto sufrimiento a la nación mesiánica sacó sus banderas a la calle. Esto es, flameó sus símbolos más incitantes. Ahora suenan en otro horizonte las trompetas de Jericó. ¿Hasta dónde llegará este seísmo? No es fácil averiguarlo en la hora presente, pero parece claro que súbitamente han mostrado su entraña corrupta, agitada por el temor, las organizaciones financieras, las grandes corporaciones industriales y de servicios, los centros políticos que custodiaban y distribuían el poder protector. La pobreza que apalea a las masas, la angustia que atenaza a las familias, la mecánica que tiene cautiva a la inteligencia, los mil y un padecimientos de la sociedad marcada por el látigo neoliberal han votado en Norteamérica, convertida ahora en uno de los centros desde los que se puede irradiar conciencia revolucionaria. Es muy posible, repito, que el Sr.Obama y grandes sectores de la sociedad que le votó no hayan previsto el fenómeno que han producido, pero el seísmo norteamericano ya ha puesto en marcha el tsunami que llegará a las playas más diversas.
Toda esta inmensa conmoción revestirá múltiples efectos, de mayor o menor relieve, pero lo que parece indiscutible es que la lógica que maneja el neoliberalismo ha quedado profundamente dañada. Muchos americanos encogidos ante sus élites hasta hace cuatro días han votado el repudio del sistema; una cifra importante de norteamericanos belicistas han recusado las aventuras militares; los antes ufanos norteamericanos han decidido protagonizar otro tipo de papel más real frente a los poderes. Todo esto va a soplar como brisa vivificante sobre las cabezas humilladas de muchas naciones que sesteaban a la sombra de sus minorías engreídas y colaboracionistas. Las viejas canciones del anochecer en el algodonal alaban ya a un lord distinto. Veremos qué velocidad lleva el nuevo viento.
De momento también vivimos la hora de los desleales, de los que tratan de huir de su pasado de servidumbre a los poderosos. Esto también es un dato. El ministro español de Asuntos Exteriores se ha apresurado a decir algo increíble en boca de un diplomático, sobre todo de Madrid: «Ha ganado uno de los nuestros», ¿«Uno de los nuestros», Sr. Margallo? ¿Son ustedes de los «nuestros»? La declaración transparenta la gran debilidad de los gobiernos que, desde una realidad de ruina social, dirigen agónicamente las últimas singladuras del neocapitalismo. Tal cosa ha de concitar una concentrada atención por parte de naciones como Euskal Herria, Irlanda del norte, Escocia, Córcega, Flandes... Los nacionalismos liberadores que pueden operar en el seno de tales pueblos han de centrar ahora con mucho rigor su puntería política. No es el momento de acentuar la autocrítica sobre estos procesos nacionalistas sino de concentrar todas las fuerzas implicadas en los mismos a fin de impedir su debilitamiento. Los purismos en cuanto a la velocidad del proceso liberador pueden dañar, aunque ya no destruir, los esfuerzos colectivos que desde la calle están respaldando la toma de las instituciones. La victoria tienta a veces la entraña de los victoriosos. Lo indicado es que crezca la gran ofensiva con el diseño de una política que abarque todos los planos de la futura sociedad tanto en lo que hace a los grandes principios de la libertad y la democracia, como en lo que se refiere a l socialización de los cimientos económicos y a la reedificación de los grandes bienes colectivos de la educación, de la sanidad, de la convivencia honesta y justa. Se trata, en definitiva, de clamar contra los signos de pobreza y desigualdad perfectamente visibles en todos los planos, como los que desvelan la violencia institucional creciente, la criminal explotación de los ciudadanos o la corrupción de la justicia y de la información. Unos signos que no cabe obviar con políticas manipuladoras frente a las que hay que proyectar los símbolos que levantan a los pueblos de su postración. Esos pueblos han de mantener la presión mediante dos grandes estímulos: la ocupación de la calle y la fe en sí mismos.