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Antonio ÁLVAREZ-SOLÍS | Periodista

Los tiburones navegan hacia la playa

La dignidad devuelta al pueblo; son estas palabras, dichas por un ciudadano venezolano, las que mejor representan la revolución bolivariana. Así lo cree Alvarez-Solís, para quien el fallecimiento de Hugo Chávez hace necesario «que nos volquemos» con su obra para evitar que Estados Unidos y sus aliados acaben con ella. El periodista destaca que el mandatario de Venezuela ha muerto practicando brillantemente la democracia revolucionaria y cree llegado el momento de hacer una demostración internacional de apoyo a su pueblo.

Cuando el presidente Chávez fue trasladado a Cuba por última vez para intentar la prolongación de su vida se hizo una encuesta sobre el valor histórico y la gigantesca obra política del comandante. De aquella encuesta guardo en mi almario lo que dijo un ciudadano hasta hace años extrañado de su patria, en un maligno silencio, por las clases dominantes: «Lo que más aprecio de Chávez es que nos haya devuelto la dignidad como pueblo». Ahí, en estas palabras, está alojada la sustancia de la revolución bolivariana. Cuando a un pueblo como el venezolano se le retorna esa dignidad, destrozada por un criollaje que heredó con la independencia la inútil y ensangrentada dominación española, ese pueblo queda encarrilado para hacer el camino que le corresponde.

Los vascos que huyeron de Franco cuando el genocida decidió destruir la libertad y las vidas republicanas saben perfectamente de qué hablo. Algunos de esos significados vascos, como muchos españoles, no fueron como los activos combatientes republicanos que se acogieron a la amistad mejicana, que soportaron con entereza el desprecio francés o que se incorporaron a la defensa heroica de la Unión Soviética, las tres grandes familias vascas y españolas que en el exilio conservaron la fe revolucionaria que alumbró la II República. Si entonces hubiera gobernado un dirigente como Chávez los españoles huídos a Venezuela hubieran formado la base de una prometedora fuerza republicana española.

Pero dejemos esta triste excepción sin más añadidos porque la hora exige que nos volquemos en la obra de Chávez. Ante todo hay que construir una muralla -cantaba el chileno asesinado por el cien veces maldito general Pinochet- para evitar que Estados Unidos y sus aliados de coloniaje bien retribuído asalten la gran obra del líder muerto y den al traste con ella. Cuando uno lee los repugnantes y primarios emails que publican durante estas últimas horas los periódicos monárquicos de Madrid, necios y escandalosos negadores de la obra de Chávez -o sea, todos los periódicos del españolismo- se siente ya el poderoso aliento de los tiburones que vuelven a nadar hacia la playa. Hablan, sobre todo del retorno de la democracia, del fin de la pobreza popular creada por el gobierno chavista, de la necesidad de reedificar la educación, de la creciente deuda generada por el gobierno bolivariano, de la sanidad carcomida... Dueños de la gran artillería de los medios de comunicación, alimentados a través del cordón umbilical del colonialismo -no hay nada tan repugnante, además, como la constatación de que ese colonialismo está protagonizado por la gusanera doméstica que hasta el final ha sido respetada por el chavismo en su afán por salvaguardar una discutible libertad- los antiguos dictadores neoliberales se aprestan a asaltar la obra que con tantos esfuerzos empezaba a alzarse.

Las escuelas que empiezan a funcionar en el desierto educativo anterior son miradas con un ojo clasista que habla de la necesidad de una enseñanza popular brillante que jamás existió durante los siglos de explotación del pueblo. La reforma agraria que da tierra a los desheredados no reviste la perfección de los latifundios en que se recostaba la capa de los propietarios entregados a los monocultivos para la exportación. La sanidad que ha aparecido en los barrios no alcanza a la brillantez de los hospitales de capital extranjero que cuidaban elegantemente de la minoría. Los transportes que unen ahora a quienes han vivido en lo hondo del olvido no están servidos como las poderosas líneas que enlazaban los centros ciudadanos habitados por el poder.

El ejército que hora, y ojalá no sea penetrado por la traición, era el garante del orden revolucionario no es como aquella brillante reunión de generales que visitaban de vez en cuando las bases norteamericanas. Los políticos que surgen de los movimientos ciudadanos no tienen nada que ver con aquellos que estaban bendecidos por las aulas de la poderosa potencia del norte. La cultura indígena que por fin disfruta de salas y centros donde realizarse es muy inferior a la cultura que alojaba a brillantes caballeros que de vez en cuando eran paseados por las brillantes capitales del imperialismo. El petróleo que antes abastecía de dividendos a los exquisitos venezolanos que vendían los yacimientos al mejor postor internacional es ahora de un gobierno que nutre con sus beneficios el gigantesco proyecto de dignificación nacional. Las relaciones que antes encarnaba una elegante e inútil diplomacia venezolana en los ámbitos brillantes del gran poder internacional buscan ahora tribunas desde las que crear un cinturón de hermandad que proteja a un pueblo cuyo ochenta por ciento yacía en el olvido y padecía de una explotación indigna.

¿Se puede seguir con este memorial de agravios? Se puede. Es más, se debe. Mientras la revolución venezolana siga siendo el orto de las naciones que tratan de liberarse en ese subcontinente suramericano y ahora en las tierras africanas que pretenden una auténtica libertad y no unas falsas revoluciones costeadas por las grandes potencias, habrá que prestar todo el apoyo material y político posible a la Venezuela de quien ha muerto practicando con valor admirable una democracia revolucionaria que demostró con brillantez que si un pueblo decide en la calle cambiar el rumbo de su historia no hay fuerza reaccionaria que pueda impedirlo.

Es el momento de una gran demostración internacional en apoyo de los venezolanos que, como dijo el ciudadano encuestado, han decidido encarnar la dignidad que les corresponde como seres humanos y como fuentes del poder político. En todas las grandes ciudades, en los pequeños pueblos, barrio por barrio y calle por calle han de oírse las voces de apoyo a la revolución venezolana. Si no lo hacemos no vengamos luego a dolernos de nuestras desgracias y de la opresión con que se nos explota. La revolución socialista de rostro humano, que es algo radicalmente distinto de la socialdemocracia connivente con los poderosos y las libertades envenenadas, es absolutamente posible. Todo consiste en creer que la realidad la crean los pueblos para su grandeza o para su desgracia. Depende del camino que elijan. Euskal Herría tiene mucho que decir en esta cuestión.

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