Antonio Alvarez-Solís Periodista
La regeneración social
La necesidad de volver a «las pequeñas unidades» a fin de recuperar el impulso popular en un marco políticamente abarcable da cuerpo al análisis que presenta Álvarez-Solís, que reconoce haber reflexionado durante años «sobre el colapso del sistema burgués». En estos tiempos donde el Estado ha decaído al puro rango de «funcionario delegado» de un mecanismo metapolítico global de poder, defiende un socialismo humanista en que el ejercicio creador del individuo estaría respaldado por una poderosa estructura básica de carácter social.
A partir de la cita que sigue puede tejerse la estructura social que haya de suceder a la actual a fin de generar una nueva forma de existencia. La frase a que nos referimos es de Peter Sloterdijk: «La ayuda que las superestructuras pueden prestar a los esfuerzos del individuo particular por proseguir la vida es tanta como ninguna. Cuando el «opus comune» se desintegra en el nivel superior los hombres sólo pueden regenerarse en pequeñas unidades».
Durante muchos años he reflexionado sobre el colapso del sistema burgués, que era perfectamente previsible por la cadencia con que se suceden las culturas dada la acumulación de contradicciones internas que generan los diversos modos de organización social. El profesor Santiago Niño Becerra describe brillantemente este fenómeno en su obra «El crash del año 2010». La razón de este agotamiento está en la tendencia a piramidalizar el proceso económico, social y político tras abandonar su origen más o menos horizontal. De ahí la muerte de la llamada democracia burguesa, transformada por el neoliberalismo en puro fascismo dominado por la lucha fraticida de los pretendientes al trono del héroe. Parece que el origen relativamente colectivo, y por tanto dialéctico, de cualquier movimiento perece en la búsqueda suicida del héroe. El héroe agota cualquier energía colectiva, que se disuelve en su impotencia para controlar y, por tanto, compartir el poder cada vez más alejado. De ahí la necesidad de volver a «las pequeñas unidades» a fin de recuperar el impulso popular en un marco políticamente abarcable.
Vivimos la hora de las naciones enfrentadas al Estado, este último como pieza intensamente jerarquizada dentro de un mecanismo metapolítico de poder. La pretensión de un Estado-nación ya ha sido superada. El Estado-nación, que no era otra cosa que un conglomerado de pueblos regidos por un pueblo supuestamente guía, ha dejado de existir desde el momento en que ha sido despojado de soberanía. Ya no hay Estado soberano sino minorías dominantes supernacionales que se enmascaran tras el biombo pseudo democrático de la llamada globalización. Una de las escasas funciones que quedan vivas, empero, de ese antiguo Estado es la policial para servir desde el interior de las fronteras estatales a la pervivencia, y aún expansión, del poder extrapolítico que gobierna el planeta. Policías para mantener en el cerco imperialista el orden público, para hacer frente a la pretensión inevitablemente revolucionaria de la democracia popular que se impacienta en el corralito, para vigilar la cruel disciplina laboral, para sujetar el mundo financiero interno, para disciplinar el ámbito de la enseñanza intervenida, para dominar el básico control del comercio, para sostener la ruda explotación de las materias primas, para asegurar la vital red de las comunicaciones... Son Estados de intervención delegada. Estados antidisturbios. Los que gobiernan esos Estados han decaído al puro rango de funcionarios delegados.
La reducción del territorio hasta los límites de la verdadera identidad de la ciudadanía que lo ocupa, esto es, hasta que nación y estructura política coincidan, tiene, a mi parecer, dos grandes ventajas para mejorar la vida. La primera de esas ventajas consiste en incardinar la política en la calle, lo que supondría un beneficio decisivo para ejercer la democracia. La democracia exige unas relaciones muy domésticas a fin de sostenerla viva. La segunda de esas ventajas consistiría en recuperar la organicidad de la vida tanto económica como social y cultural. Esto es lo que entiendo por una sociedad de proximidad en todas sus manifestaciones. Esa organicidad se recobraría naturalmente, ya que les decisiones, desde la producción al consumo, serían adoptadas por el propio y auténtico poder nacional en todos los tramos sociales. Se daría fin, por ejemplo, a un disparatado diseño consistente en tener un empresario alemán, un consumidor español y un trabajador situado en un tercer país, que en eso consiste muy frecuentemente la globalización. En la actualidad se defiende la globalización en nombre de calidades y precios cuya sostenibilidad no se constata de ninguna manera. Se dice que la globalización permite entrar a los más débiles en una gran diversidad de mercados que garantizaría su crecimiento y madurez, cuando la realidad es que esos mercados están subordinados a unos poderosos intereses que eliminan cualquier posibilidad de auténtica competencia. Es más, son esos intereses poderosos los que entran en los mercados más débiles al amparo de la globalización, imponiendo condiciones muy desfavorables para la población invadida, hasta que la operación culmina en una absorción que provoca, entre otros males, un paro muy elevado. En resumen, no son las naciones sometidas las que pueden combatir en los grandes mercados merced a la globalización sino que son los poderosos protagonistas de la economía internacional los que invaden y someten a los pequeños mercados nacionales, convirtiéndoles en meros títeres de los designios imperialistas.
Conste que al proponer esta protección del mercado nacional no se promueve ninguna clase de autarquía sino que se sugiere un reequilibrio de poder en la producción y el comercio. Puesto ya firmemente el pie en lo propio merced a una política protectora, las naciones que recuperaran su soberanía política podrían tejer unas nuevas relaciones «inter pares», incluso restaurando la figura de los «no alineados», que permitió a países como Yugoeslavia un crecimiento muy notable tras la última guerra mundial. Pero Yugoeslavia fue destruída. Como lo han sido los Estados árabes que se afirmaron frente al gran poder occidental. En la hora presente podría reconstruirse ese mundo relacional si se teje una tupida red de adhesiones a los pueblos bolivarianos de América del sur.
Todo este modelo de tercera fuerza en presencia de los poderosos depende para su ejecución de la voluntad política que los pueblos subordinados pongan en la empresa autoliberadora. Es cierto que frente a ellos se levantará la garra del Imperio, que se maquilla con una serie de valores, como la libertad y la democracia, de los que en apariencia se ha hecho valedor. También es cierto que las naciones hoy sujetas por los Estados han de edificar las oportunas instituciones internacionales para aumentar su potencia conjunta. La empresa es, pues, dura, con progresos y regresiones generadas por los poderosos que hoy operan al margen de la democracia que dicen representar. Pero el remedio frente al gran fascismo actual exige una gran fortaleza y decisión de ánimo.
Este movimiento de «no alineados» supone además que los pueblos que aspiran a su libertad han de aceptar que el resultado de su batalla ha de suponer en principio una razonable adaptación de la vida ciudadana a un consumo más igualitario a fin de dirigir las energías comunes a consolidar el crecimiento de los factores colectivos como la educación, la sanidad o las justas coberturas sociales. En el fondo se trata de adquirir una sólida confortabilidad social que no tiene nada que ver con la visión de la gran riqueza de las minorías. Creo que la reflexión sobre la tragedia que vive la humanidad contribuirá a levantar una economía y una cultura de fondo colectivista respecto a los elementos estratégicos en que debe apoyarse la correcta existencia social. Con ello se abriría paso a un socialismo humanista en que el ejercicio creador del individuo estaría respaldado por una poderosa estructura básica de carácter social. Socialismo y libertad no sólo son compatibles sino que se reclaman mutuamente. Todo depende de que el ser humano cobre conciencia de lo que significa su humanidad en las relaciones intersubjetivas.