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Análisis | proceso soberanista en catalunya

La ofensiva contra el Principat

El autor detalla los frentes abiertos por Madrid en su ofensiva contra el proceso soberanista, desde el uso de los tribunales y de sus servicios secretos hasta la cuestión de la lengua y el déficit. Les contrapone la fuerza de la sociedad civil catalana, que rechaza una marcha atrás.

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Txente REKONDO Analista internacional

El proceso soberanista en el Principat de Catalunya sigue su rumbo, impulsado en buena parte por un abanico de organizaciones creadas desde la sociedad civil, «el motor que empuja a la clase política hacia el estado propio».

Son decenas de entidades, que de forma altruista están trabajando para lograr la independencia. La defensa de la lengua, la historia o la cultura, junto al argumentario económico acerca de la viabilidad de un Estado propio o la internacionalización del conflicto, son algunos de sus ámbitos, un fenómeno que además sigue creciendo.

Frente a ellos, desde el Estado español se ha puesto en marcha una campaña en diferentes ámbitos para intentar frenar la marcha que ha iniciado la mayoría de la sociedad catalana. Todos los recursos del aparato estatal se han activado en esa ofensiva que algunos también definen como «una guerra brutal» contra Catalunya.

Desde la histórica manifestación independentista del pasado 11 de setiembre, la ofensiva política, económica, policial, judicial o mediática se ha incrementado para intentar desbaratar «por todos lo medios» las aspiraciones democráticas del pueblo catalán.

Los casos de corrupción, las maniobras de determinados grupos mediáticos españoles y los espionajes han sido un peligroso cóctel que lleva en marcha desde hace meses. Tras la Diada del 11S y en plena campaña electoral, desde algunos periódicos se hacen eco de supuestos informes policiales (que posteriormente serán falsos), para poner en marcha una campaña contra Mas y CiU.

La utilización interesada de algunos casos de corrupción, activados a la vez en estos meses, y a pesar de que su investigación lleva en marcha supuestamente desde hace varios años, muestra el interés de determinados sectores estatales para poner en entredicho el rumbo soberanista. (Los casos Mercuri, ITV, Lloret, Manga y Pokemon, son fruto de investigaciones iniciadas en 2010 o 2011)

CiU, y en ocasiones el PSC, son los dos focos de atención, sobredimensionando una realidad (la existencia de corruptos en esos partidos), al tiempo que se intenta obviar otros casos que muestran que en el Estado español la corrupción es «algo estructural», como han apuntado algunos medios extranjeros en relación a los casos Gürtel, Bárcenas, evasiones fiscales...

El último paso en esa maraña se centra en el espionaje a dirigentes políticos en Catalunya (el triángulo formado por la líder del PP, Sánchez-Camacho, la expareja de Oriol Pujol y el CNI).

Sin embargo, los impulsores de esas noticias han logrado el efecto contrario. Buena parte de la sociedad catalana ha comprendido que en estos momentos los aparatos del Estado han puesto en primera línea el devenir soberanista, y junto a las maniobras mencionadas, se empieza a tener constancia de la presencia «inusual» hasta ahora de elementos ligados al CNI.

Para que el proceso siga un camino conforme a la voluntad de la mayoría social y soberanista convendría tener siempre presente el discurso de la ANC: «Queremos un Estado propio, pero para que la gente pueda tener mejores condiciones de vida y para erradicar (en lo posible) las malas praxis incrustadas con el autonomismo».

El uso de los tribunales es para muchos una de las claves de esta ofensiva. Como señalan prestigiosos juristas catalanes, nos encontramos ante una fórmula que «judicializa la política y politiza la justicia». La utilización del recurso al Tribunal Constitucional para paralizar o frenar debates políticos o medidas surgidas de la acción política diaria son el pan de cada día en el Estado español.

Esa «costumbre» se ha incrementado al hilo del proceso soberanista en Catalunya, y asistimos a toda una avalancha de recursos por parte del Gobierno español contra leyes catalanas, así como decenas de contenciosos pendientes de resolución.

Una batalla judicial y política, cuyo tempo está en muchas ocasiones en manos del Gobierno español, y en las del Tribunal Constitucional, definido por algunos periodistas como una «gerontocracia» (la media de edad de sus miembros es de 67 años), y que «gracias» a su sistema de elección a partir de junio contará con una mayoría aún más conservadora.

La ofensiva lingüística es uno de los aspectos que más han soliviantado a la sociedad catalana. La llamada ley Wert y las declaraciones del propio ministro español ha supuesto la punta de lanza planificada desde Madrid.

La pretensión de introducir el castellano como una lengua vehicular en la enseñanza (a pesar de los datos que constatan que esa petición es testimonial en la sociedad catalana) supone un ataque directo al modelo de inmersión del catalán en la escuela. Para ello, desde Madrid no han dudado en apoyarse en determinadas sentencias judiciales. Las declaraciones de Wert declarando su intención de «españolizar a los alumnos catalanes» muestra con crudeza el objetivo final de ese guión.

La asfixia económica y el expolio fiscal son también armas poderosas contra Catalunya. El déficit fiscal que impone Madrid condiciona la labor política de Catalunya. Desde las arcas catalanas sale más dinero que el que recibe; la falta de liquidez que se deduce de esa fórmula le obliga a solicitar dinero al Estado español y a estar a expensas de su voluntad. Una historia de déficit fiscal, impagos, ausencia de inversiones, recortes...

Ello conlleva el intento de presentar al pueblo catalán como «una carga» para la economía del Estado, que «debe» atender las solicitudes de «rescate» catalanas. Sin embargo, la realidad podría y debería ser otra. Si Catalunya gestionara sus propios recursos, probablemente no necesitaría solicitar «ayuda» alguna a Madrid y sería capaz de desarrollar sus propias políticas sin el tipo de amenazas y condicionantes que recibe hoy en día.

¿Alguien en su sano juicio pensaría en «retener» a Catalunya en el Estado si fuera un peso económico insoportable? ¿No será que estamos ante la situación totalmente contraria? Llegados a este punto algunos unionistas pretenden hacer bandera de la «solidaridad», pero olvidando que si ésta no es voluntaria, pierde su nombre y estamos ante una «imposición».

No hay que olvidar que los recortes vienen impuestos por Madrid. En caso de que Catalunya fuese un Estado, el déficit público catalán sería el solicitado por Europa y no se estarían cometiendo los citados recortes. Por ello es interesante saber si CiU va en serio también en este aspecto soberanista. Aplicar las medidas impulsadas desde Madrid no va en línea con las demandas sociales y soberanistas.

La monarquía también parece haberse sumado a esa estrategia. La ya de por sí compleja relación histórica de Catalanuya con la casa de los Borbones ha dado un nuevo giro en los últimos meses. Durante la llamada transición, la actitud del actual monarca se caracterizó por una supuesta política «prudente y diplomática» hacia Catalunya. Sin embargo, en la última década y coincidiendo además con una de las horas más bajas de su popularidad en el Estado español, ha optado por alinearse con esta ofensiva.

Sus discursos recientes han resaltado la defensa de la lengua castellana frente a otras lenguas, y sobre todo ha remarcado una y otra vez la defensa de la «unidad de España». La carta hecha pública tras la Diada del 11S, remarcando la unidad del Estado como forma para salir de la crisis o más recientemente durante una entrevista televisada acusando de intransigencia a los que apuestan por la secesión son muestra de ello.

Y si todo lo anterior fuera poco, desde Madrid no se quiere dejar ningún resquicio libre de su ofensiva. En ese sentido, los intentos por desbaratar las llamadas «embajadas exteriores» que la Generalitat ha abierto estos años se enmarcan en esa política centralizadora y sobre todo de cara a intentar «controlar y fiscalizar» su acción para evitar sobre todo la internalización del debate soberanista.

Y algo similar ocurre con la sucesión de ataques contra los ayuntamientos catalanes. Las denuncias de la delegada del Gobierno español incluyen un abanico de motivos: por no instalar la bandera española en los consistorios, por la declaración de «territorio libre y soberano» por parte de ayuntamientos...

Junto a ello, algunos señalan que la reforma de las administraciones locales por parte de Madrid, busca también dificultar el acceso a las concejalías (obligándoles a trabajar sin cobrar, precisamente a los representantes de los ayuntamientos más pequeños y más cercanos a la población), o incluso haciendo desaparecer a muchos ayuntamientos para fusionarlos en grandes municipios.

Todo ello obedece, en opinión de algunas fuentes locales, a «la obsesión por potenciar la presencia del Estado español en el país», a pesar del rechazo cada vez mayor que de su política entre la población catalana.

A día de hoy en Catalunya no hay vuelta atrás, no hay margen para desandar lo recorrido estos últimos meses, y si alguien decide hacerlo se encontrará con el rechazo de la mayoría de la sociedad catalana. Como señalaba recientemente el propio Jordi Pujol, el Estado español «se ha convertido en un serio y complicado problema de efectos muy negativos en muchos ámbitos».

La sociedad civil continúa diseñando el guión soberanista. En ese contexto cabe resaltar las decisiones que este fin de semana ha aprobado la Asamblea General de la ANC con el lema «Sin cohesión social no hay proceso. No a los recortes impuestos por Madrid»: Una hoja de ruta que pone como límite para el referéndum el 31 de mayo de 2014, que exige al Govern que acelere el proceso y cree el Consell Transició Nacional, y convoca junto a Òmnium para el próximo 11S una gigante cadena humana por la independencia que unirá todo el país.

Mientras que desde parámetros puramente democráticos la sociedad catalana quiere decidir libremente su futuro, desde el unionismo se responde con una catarata de muestras de imposición, negación y persecución, una campaña cuyo fin último es «la residualización de Catalunya». Por ello tampoco debe extrañar que cada vez sean más las personas que perciben, como Pujol, que «España es ella misma un problema».

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