«François Mitterrand quería volver a comer la cocina de su abuela»
Danièle MAZET-DELPEUCH
Cocinera, escritora, aventurera
Después de su paso por la sección Culinary Cinema de la edición del pasado año del Zinemaldia de Donostia, acaba de llegar a nuestras salas comerciales «La cocinera del presidente», una película francesa que relata la aventura de una mujer del Périgord frente a los fogones de la máxima autoridad del Hexágono.
Janina Pérez Arias | DONOSTIA
La apariencia de Danièle Mazet-Delpeuch engaña. Detrás de esa mujer que parece una tierna abuelita está una emprendedora quien durante dos años (de 1988 a 1990) fue la cocinera personal de François Mitterrand.
Hasta los 19 años no empuñó cacerola alguna, y ya con cuatro hijos correteándole, a los 25, fue cuando decidió dedicarse de lleno a la cocina. Eso no se ve en «La cocinera del Presidente» (de Christian Vincent) con Catherine Frot como Hortense (una recreación de la Daniéle verdadera), porque «no es el tema», explica Mazet-Delpeuch hasta dónde permitió que se entrara en su intimidad, «es que la película se trata de cocina, de cómo te entregas a tu trabajo para hacerlo mejor».
Ya en su libro publicado en 1997, «Carnets de cuisine du Périgord à l'Élysée», había contado algunas anécdotas de su paso por el Palais de l'Élysée, a donde llegó por recomendación del chef Joël Robuchon. Sin embargo, lo de hacer una película que llevaría como título original «Les saveurs du Palais», vendría mucho más tarde, sumándose a las aventuras de esta septuagenaria, quien está armando su próxima travesura con olor a trufas en la lejana Nueva Zelanda.
Proveniente de Périgord, antes de encargarse del menú diario de Mitterrand, Danièle había fundado la École d'Art et Tradition Culinaire du Périgord (en 1979) y puesto en marcha en 1974 el Week-end foie gras et trufes, convirtiendo la granja, donde desde siempre había vivido, en una especie de restaurante-escuela, impartiendo conocimientos de la cocina regional.
Y eso era lo que buscaba Mitterrand en el umbral de su segundo mandato presidencial. Tal vez harto de los manjares cinco estrellas, y con ansias de poder volver a disfrutar de los sabores de su infancia.
¿Ha sido duro para usted dejar que se cuente una parte de su vida y que otra persona la interprete?
No, porque cuando me encontré con Catherine Frot fue como si nos reconociéramos una en la otra. Yo la conocía como actriz, y me gusta su trabajo; hace muchas películas, con personajes muy diferentes, pero siempre con la misma gracia de mujer recta, muy inteligente, y que entra en el papel de forma completa. Y de repente la tuve frente a mí, muy alta, muy delgada, muy guapa, mejor dicho, bella. Se acercó con toda naturalidad, pero poniendo un límite. Eso me gustó, porque yo hago lo mismo, yo tengo una frontera que nadie traspasa. Catherine es una actriz, yo soy una cocinera, y ella cogió de mí lo que necesitaba para hacer el personaje. Somos un poco la misma persona, pero también diferentes.
Aunque no permite que entren en su privacidad, el espectador siente que después de su vivencia en el Elíseo ha habido un cambio en Hortense y en usted.
¡Claro! Todos cambiamos. Todas la aventuras potentes te cambian. El filme es extraordinario porque mis nietos entienden mejor quien soy. Antes era una abuela que viajaba mucho, que hacía cosas, como cocinar para el Presidente de la República; pero ahora, después de ver la película, saben que he hecho muchas cosas más, y que las mismas implican mucho trabajo y dificultades, y que hace falta mucho valor.
¿Revivió recuerdos, momentos?
Es como si me hubieran coloreado la vida. Fue así, con los problemas que se cuentan, y es que dificultades siempre hay en todas partes. Pero yo no miro hacia el pasado, me interesa más el presente.
¿Qué tan gratificante fue esa experiencia de dos años como cocinera de Mitterrand?
Fue muy gratificante. El reconocimiento que persiguen los cocineros, no me interesa. Mi jefe no era cualquier jefe, y me importaba un bledo si a los demás les gustaba o no, si estaban contentos conmigo o no. Yo estaba feliz porque tenía un trabajo muy bonito, y quien me había pedido desempeñar el mismo, estaba satisfecho conmigo.
Llegó al Elíseo en tiempos difíciles para Mitterrand.
Cuando llegué, mi presidente no estaba enfermo. Sin duda tenía problemas en su trabajo, pero fue en los últimos meses. De estar tan enfermo como se dice, no se hubiera vuelto a presentar a las elecciones. Fue al final de su segundo mandato que le volvió el cáncer. El episodio con los dietistas no fue tan fuerte como se ve en la película, pero un presidente siempre está rodeado de gente que le dice lo que tiene que hacer, aunque sea más bien para darse importancia ellos mismos.
¿Es cierto, como se ve en la película, que usted descubrió de a poco los gustos de Mitterrand?
Me dijo que quería volver a comer la cocina de su abuela, que quería descubrir lo mejor de Francia. Pero podía ser cualquier cosa. Por ejemplo, cuando necesitaba mozzarella de bufala, que no se encontraba en París, llamaba a la embajada de Italia para que me la trajeran; y el Presidente estaba feliz de poder comer auténtica mozzarella de bufala. Y con muchos productos pasó así, como con las setas que eran de al lado de mi casa.
Antes de tomar ese trabajo, se había preguntado alguna vez, ¿qué come un presidente?
Nunca. No me pregunto tampoco lo que comen los periodistas que me entrevistan. Claro, el Presidente de la República es una institución, pero no me hago ese tipo de preguntas. Lo que me gusta saber antes de votar es si lleva una vida más o menos equilibrada, porque una vez elegido estará allí por cinco años.
En medio de esa aventura, ¿sintió que estaba viviendo en una película?
Nunca me hice la pregunta de si estaba o no en el lugar correcto. Cuando se me presenta algo, es que lo he buscado, como pasó con la Antártida. Llegó el momento en el que me pregunté: ahora, ¿qué hago? En Internet encontré la agencia internacional de empleo, y rellené un formulario, excepto la parte donde preguntaban la edad (risas) [para aquel entonces estaba a punto de cumplir 60 años]; buscaban una cocinera, y puse el salario más alto. Sentí que ese trabajo en la Antártida era algo para mí, y ofrecían mucho dinero. Sabía que no sería fácil, pero quería ir.
¿Cuál es la diferencia entre usted y un chef de cuisine?
En un restaurante, el chef hace su cocina y te dice «te va a gustar»; una cocinera como yo, y por eso me gusta mi trabajo, mira cómo es la vida de la persona para la que vas a cocinar, y le haces la comida correspondiente. Cuando la persona para quien trabajas tiene una vida muy complicada, pues le preparas comidas ligeras, que le alimenten pero que sienta placer. Tal como se aprecia en la película, que son platos ligeros pero que te quitan estrés. Si alguien está muy cansado, no le pones un cocido.
Si se parte de la idea de comer bien es ser feliz, ¿puede usted entender la obsesión hacia las dietas y de dejar de comer?
Comer mucho o comer poco es una enfermedad, y en el medio de esos dos extremos hay muchas cosas. Por ejemplo, ayunar un día a la semana es excelente. Una vez a la semana hago un caldo de puerros, y durante un día bebo solamente eso. Te alimentas y no sientes nada de hambre. Las sales del agua te nutren todo el día, además, despejas tu mente, es una limpieza interna. Y la sensación de tener hambre de modo ligero, es algo, en mi opinión, buenísimo para la mente.
Un buen día a Hortense Laborie (Catherine Frot) le informan que tendrá un nuevo trabajo. Se ocupará de alguien importante, pero no es hasta que entra en el Palacio del Elíseo cuando se entera de que será la cocinera privada de François Mitterrand (Jean D'Ormesson). Lo que se antoja como mera ficción, no lo es. Le ocurrió a Danièle Mazet-Delpeuch, una cocinera de Périgord, en el suroeste del Estado francés.
Hasta que «Les saveurs du Palais» (título original) llegara a su presente de buena taquilla, y la nominación al César (el Óscar francés) para Catherine Frot como Mejor actriz, tanto a su director, Christian Vincent, como a uno de sus productores, Etienne Commar, les tocó pasar por todas las pruebas que les puso Danièle Mazet-Delpeuch. Tras tres días de convivencia en la granja de Pèrigord, donde cocinaron, fueron al mercado, cortaron leña, charlaron y bebieron, a Vincent le bastó para «re-crear» el personaje principal, y a Danièle para terminar de convencerse de que su historia estaría en buenas manos. «Al final congeniamos», rememora Vincen «Me esforcé en lograrlo, y además ella tenía que confiar en mí porque en cierto modo íbamos a contar su vida». Sin embargo Mazet-Delpeuch no dejó de observar de cerca el proceso, noqueando todo amago de acercamiento a su esfera privada. «Así que Hortense se parece a Danièle, pero no es ella», dilucida Vincent, «hemos sido fieles a la historia de una mujer que es una buena cocinera, y que encarna las tradiciones de la cocina francesa».
Por cierto, hágase un favor, no se meta a ver «La cocinera del Presidente» con el estómago vacío, ya que cada plato se ve perfectamente delicioso. «No se puede contar la historia de una cocinera si los platos que muestras no son apetitosos», entra en detalles, «de manera que tenían que ser bonitos para filmarlos, pero no como en los comerciales de la tele, donde parecen falsos».
¿Y en el Estado francés la cocina sigue siendo una cuestión de honor? «Ni idea», responde entre risas, «pero es cierto que los franceses se lo pasan mal cuando leen en la prensa que los mejores restaurantes están en España o en Inglaterra. Les sienta fatal porque piensan que la cocina francesa es la mejor del mundo».
¿Y no es así? «Pienso que no. No hay ningún país que tenga la mejor cocina del mundo. Se come muy bien hasta en Japón. Para mí lo más importante no son los grandes cocineros, sino cómo se come cada día en los pequeños bares y restaurantes. Por ejemplo, San Sebastián me encanta porque cuando caminas por las calles te apetece entrar en cualquier bar para comer porque todo se ve buenísimo. En Francia no es así; es más, lo normal es que cuando entres a un bar no te apetezca nada (risas)». J.P.A.