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Marco Tobón Antropólogo

Las ideas-fuerza de la paz. Colombia y Euskal Herria

Me sentí conmovido. Este hecho insólito podría tratarse de una premonición, pensé, tal vez el anuncio de que las luchas por avanzar en la consecución de la paz, en la justicia y en los derechos soberanos de las poblaciones colombiana y vasca pueden llegar a la meta

Nunca antes había sucedido, se trata de un hecho inédito en la historia. Dos colombianos suben al podio en la 53. Euskal Herriko Itzulia. Sérgio Luis Henado, tercero en la general final, y el gran campeón, Nairo Quintana, un humilde hijo de campesinos que se forjó como pedalista en las indomables montañas colombianas. En esta ocasión las piernas, el cerebro y las dos ruedas de Quintana no desafiaron los escarpados páramos por los que galopó Bolívar, esta vez escaló y se descolgó veloz por las rudas montañas euskaldunes donde se refugia Mari.

Me sentí conmovido. Este hecho insólito podría tratarse de una premonición, pensé, tal vez el anuncio de que las luchas por avanzar en la consecución de la paz, en la justicia y en los derechos soberanos de las poblaciones colombiana y vasca pueden llegar a la meta. «Vaya desvarío» dirán los sociólogos, «ciclismo y política no tienen nada que ver, cada loro en su estaca por favor», repetirán airosos. No se trata de una rígida inferencia lógica, se trata de un presagio arraigado en el corazón, en manos, pies y cabeza, se trata de una intuición profunda. Ante esta historia impredecible e incierta, por lo menos aun tenemos derecho -y gratis- a que las corazonadas alimenten las razones y los logros de la movilización, sea en bicicleta, a pie, tomados de las manos, gritando o resistiendo. El despliegue victorioso de Quintana en la contrarreloj de Beasain hace pensar que en las disputas que trae consigo esta existencia, la confianza en sí mismo hace parte de la energía para actuar y vencer.

Aun cuando el conflicto vasco y el colombiano tienen raíces históricas, sociales y políticas diferentes, ambos pueblos comparten una sentida aspiración por la conquista de sus libertades y un compromiso político irrenunciable por la paz. El curso histórico de sus propias luchas, como suele suceder en todo proceso de liberación, ha involucrado sufrimientos, valentía, alegrías, extravíos y aprendizajes. En el desafío de superar la guerra, ambos pueblos han afilado el ingenio, han erosionado los miedos y templado sus convicciones éticas. El actual momento político en Euskal Herria es una reflexión muy seria sobre el rechazo a la muerte, así lo demuestra una ciudadanía volcada en la defensa de los derechos de los presos políticos vascos, el cese de actividades ofensivas armadas por parte de ETA y una incansable actividad popular aguijoneando el inmovilismo de los estados español y francés. Lo mismo podría pensarse de Colombia, los actuales diálogos entre las FARC y el Gobierno de Santos en La Habana, con el probable inicio de conversaciones con el ELN, son la puesta en marcha de voluntades que dudan cada vez más de la eficacia de la violencia. Pero esto no se trata de un chispazo de originalidad de gobiernos y actores armados, se trata de los efectos de una larga persistencia de la movilización ciudadana orientada por el imperativo moral de la paz y la necesidad de la justicia social y la soberanía. Las ideas-fuerza de la paz se mueven, palpitan, están vivas. Y no estoy hablando de pacifismo, casi sinónimo de indiferencia y derrota, me refiero a arduas y complicadas luchas políticas, a todas luces no violentas, pero no por ello libres de dolor y crueldad. Como ilustra muy bien Joseba Sarrionandia en «El Malestar de las Palabras», cuando habla de la palabra «juego», de niños siempre sabemos jugar a la guerra, pero no tenemos ni idea de cómo se juega a la paz. Jugar a la paz se aprende jugando, en la acción decidida, tenaz e irrevocable. Esto me hace recordar el gran cartel que colgaba en la calle 19 con carrera 7 en Bogotá este 9 de abril que acaba de pasar, lugar donde fue asesinado el líder popular Jorge Eliécer Gaitán en 1948 y que desató la furia de los levantamientos populares por todo el país, impulsando así las insurrecciones armadas actuales en Colombia. Ese cartel llevaba escrito una famosa frase de Gandhi: «No hay caminos para la paz, la paz es el camino». En esta fecha histórica del 9 de abril, la población colombiana inundó las calles de sus ciudades marchando dignamente y reclamando un país distinto, en el que la paz tenga rostro de justicia social, respeto a los derechos y a la soberanía.

Esta marcha del 9 de abril en Colombia me hizo pensar en las monumentales marchas del pueblo vasco del 10 de noviembre en Baiona y del 12 de enero en Bilbo, para hablar de las recientes. Ahí estaban pues, aquí y allá, marchando multitudes de humanos, dos culturas diferentes, culturas nobles y generosas, la vasca y la colombiana, con convicciones inexpugnables, bajo la lluvia, cargados de valentía, con los tozudos pies en las calles, con la memoria viva de sus muertos, desafiando las penas de la historia, con sonrisas, sin garganta de tanto gritar, empuñando banderas y consignas, sus corazones vibrando y con la firme certidumbre de que la lucha por la paz es irreversible. La lucha es hasta el final, que se lo pregunten a Nairo Quintana, que nos sirve hoy de metáfora.

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