Tras anunciar en enero su voluntad de renegociar los términos de una adhesión a la Unión Europea que dura más de cuatro décadas y de repatriar poderes hoy en manos de Bruselas, el Gobierno británico puso sobre la mesa un referéndum sobre si debería seguir en la UE en caso de no obtener resultados satis- factorios a sus demandas. Planteó una pregunta clara y una respuesta concisa -«sí o no», «dentro o fuera»-. Durante estos meses, sin embargo, nuevos elementos han acelerado el curso de los acontecimientos: los resultados electorales cosechados por el UKIP, partido xenófobo y antieuropeo de la derecha más extrema, la rebelión que no deja de crecer entre los tories más euroescépticos y el convencimiento cada día más generalizado de que Cameron no liderará la mayoría conservadora tras las elecciones de 2015 y de que en este tema concreto, más que liderar, seguirá la corriente. Después de que parlamentarios de la mayoría gubernamental censurasen el calendario legislativo del Gobierno, un paso que puede calificarse como muy raro en política, el ejecutivo conservador ha desvelado la pregunta del referéndum, acelerando así todo el proceso.

Ayer mismo, un estudio del Pew Research Centre de Washington revelaba la imparable pérdida de fe e ilusión entre los europeos en relación a la Unión Europea, hasta alcanzar el mínimo de un 45% de opinión favorable y con solo los alemanes apoyando una mayor integración y dar más poderes a Bruselas. Si las encuestas son el canario de los mineros para la política, en esta ocasión indican que algo muy peligroso surge del fondo del túnel. El rechazo ante la política dominante se generaliza, la sospecha de que los políticos profesionales viven en un universo paralelo se expande, algo que no es ya un problema de gobierno, ni del británico ni de ningún otro.

Y en este contexto, Europa y su futuro se convierten en un tema recurrente para un sentimiento cada vez más generalizado de impotencia y descontento que alimenta la desconfianza y el cálculo partidista.