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«La sociedad tiene medios para vincular a la guerrilla a la vida pública y cesar la guerra»

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María Jimena Duzán
Periodista colombiana

La colombiana María Jimena Duzán se inició en el periodismo a los 16 años de la mano de Guillermo Cano, director del periódico «El Espectador», muerto años después en un atentado atribuido a Pablo Escobar. Ella misma tuvo que huir después de que mataran a su hermana, también periodista, y colocaran una bomba en su casa. Desde el exilio, escribió «Crónicas que matan», que ahora ha reeditado.

Ainara LERTXUNDI

Su labor de periodista la llevó a ser testigo de momentos cruciales de la historia reciente de Colombia. María Jimena Duzán vivió de lleno la guerra que desató Pablo Escobar en contra del tratado de extradición con EEUU. Vio morir a ministros, jueces, candidatos presidenciales y al director del periódico «El Espectador», Guillermo Cano, quien le introdujo en el peligroso oficio de ser periodista en un país en guerra. Tras la muerte en atentado de Cano, su vivienda se convirtió en una especie de «Kremlin», en la que durante seis meses, directivos de los principales medios impresos se reunieron para «hacer un frente común de la prensa contra la declaración de guerra del narcotráfico», tal y como recuerda en su libro «Crónicas que matan», publicado en 1992 y reeditado recientemente por la editorial Aguilar, «para traer a la memoria hechos imborrables». En la entrevista telefónica mantenida con GARA, Duzán aborda la cuestión del narcotráfico pero también la forma de hacer periodismo ahora y el papel que deberían jugar los medios en cuanto al proceso de diálogo con las FARC.

Durante el proceso de diálogo de La Uribe entre las FARC y el Gobierno colombiano permaneció un mes en el campamento de la guerrilla entrevistando a sus máximos líderes, entre ellos Manuel Marulanda. En febrero de este año entrevistó en La Habana para la revista «Semana» a Iván Márquez, jefe de la delegación de las FARC. ¿Cómo ve a la guerrilla de entonces y a la de ahora?

La veo muy cambiada, totalmente distinta. La guerrilla que yo vi por primera vez era una guerrilla que había decidido meterse en la vida política a sabiendas de que aún podía conseguir el triunfo por la vía armada. En ese momento, quien incumplió los pactos no fueron las FARC sino el Estado y la extrema derecha que empezaron a matar a militantes de la Unión Patriótica. Después de esa experiencia, todos regresaron al monte y se volvieron más ortodoxos, convirtiéndose en la guerrilla más asesina y violenta. Empezaron a poner minas antipersona, a secuestrar, a maltratar, a poner a los secuestrados en jaulas... personalmente, detesté a esa guerrilla, porque era todo lo contrario de lo que podía ser un sueño revolucionario. En La Habana me encontré con una guerrilla cansada, que sabe que no va a poder hacer nada a través de la lucha armada, convencida por muchas razones de que esa ya no es la vía. Los gobiernos de izquierda de la región han llegado al poder a través de las urnas y no de la lucha armada. Eso les hizo mucha mella, además de los ocho años de mandato del presidente Alvaro Uribe, que lo único que hizo fue golpear a la guerrilla. No acabó con las FARC, pero sí las afectó seriamente. El gran cambio es que ha entendido que la vía armada no es la forma para cambiar las cosas en Colombia y quiere meterse en la política. Tienen claro, además, que si no es ahora, luego les va a resultar más difícil porque la guerra deforma, acaba con la condición humana, vuelve monstruos hasta a los seres más ingenuos, hermosos y éticamente planteados. Nadie sale bien de una guerra infernal que lleva 60 años. Así los vi. Ese es el drama que tienen las FARC y por eso creo tanto en estas conversaciones de paz. El gran problema es si esta sociedad, que las detesta, les va abrir ese campo.

Acaba de reeditar el libro «Crónicas que matan», un crudo relato de la incursión del narcotráfico en la política colombia- na durante las dos últimas décadas. En él sostiene que Colombia «hubiera sido muy diferente si toda esa generación perdida -en alusión a las muertes de Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán o Jaime Pardo Leal- que cayó por las balas hubiera tenido la oportunidad de llegar al poder». ¿En qué sentido?

Fueron los primeros en plantear cómo iba ser la convivencia con los paramilitares en un país que se había cerrado políticamente y si había posibilidades o no de abrirse y de que entraran grupos ilegales como las FARC o el M-19.

Ellos pertenecían a esa Colombia que abogaba por abrirse y por establecer cómo iba ser nuestra convivencia con el narcotráfico, hasta dónde podíamos llegar. Planteaban una serie de realidades que no hemos terminado de dilucidar. A ellos los mataron y todo el tema de que el narcotráfico no debía tomarse el Estado y que los intereses del Estado no debían ser los mismos que los del narcotráfico -que ya se había tomado las esferas del poder- se perdió.

Todos ellos representaban a una nueva élite política en una sociedad muy cerrada como la colombiana. Después de ellos, volvimos al encierro de las élites, a las mismas familias repartiéndose el poder. Perdimos la batalla de la apertura política y la posibilidad de llegar a otros movimientos que estaban fuera de la vía legal. Por eso digo que Colombia hubiera sido muy distinta si no los hubieran matado.

¿Qué propició la entrada del narcotráfico en la política?

Nunca hemos tenido golpes militares y si los ha habido han sido ínfimos, ya que fueron puestos por esas élites poderosas y quitados cuando consideraban que se estaban volviendo un peligro. La única forma en la que se hizo la recomposición de esas élites fue a través del narcotráfico.

Pablo Escobar y toda esa nueva gente que se fue vinculando a la política sin pertenecer a esas grandes familias provenían de la acumulación del dinero que produjo el narcotráfico. Los personajes que hoy son importantes en la política local provienen de esa nueva generación que se lucró del narcotráfico, que ha sido un mecanismo de ascenso frente a un sistema político muy cerrado.

¿Qué supuso para Colombia el Tratado de Extradición, firmado entre Colombia y Estados Unidos el 3 de noviembre de 1980 por el Congreso durante el Gobierno de Julio César Turbay, y la guerra que desataron «Los Extraditables»?

En esa época era un tema de vida o muerte. Ya no los es. Las cosas han cambiado tan rápido que a uno le produce risa, cuando debería darle rabia. ¿Por qué? En ese momento, la extradición era considerada por los narcotraficantes como una derrota, como una entrega de todo lo que ellos tenían y, por eso, tenían la tesis esgrimida por Pablo Escobar de que «preferían una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos». Hoy, 25 años después, ocurre todo lo contrario, los narcos colombianos hacen cola para poder ser recibidos por la Justicia norteamericana porque descubrieron que si confiesan dos o tres pistas les perdonan y pueden incluso regresar a Colombia a seguir traficando tras pagar una pena irrisoria. Ahora, la extradición es un tema de poca monta, pero en aquella época mandaban a matar a quienes salían a favor de la extradición. Hoy pagan para que los extraditen.

Usted rechazó entrevistar a Pablo Escobar. ¿Se arrepiente?

En ese momento no me arrepentí, no me sentía preparada. Siempre que me intentaban contactar partían de la tesis de que ellos nunca habían tenido nada que ver con el asesinato de Guillermo Cano, director de «El Espectador». Yo me preguntaba para qué iba a ir; si querían una entrevista que no me pusieran cortapisas. Además, no tenía la tranquilidad mental suficiente como para hacerla. Estaba muy triste, muy herida con la muerte de mucha gente que Pablo Escobar me mató. Solo hoy, después de tantos años, creo que podría hacer la entrevista con profesionalidad porque ya he procesado lo que nos pasó. A mí, me produjo un dolor inmenso que me ha costado años dominarlo y entenderlo para no convertirme en un monstruo, que es lo que ocurrió en Colombia.

Su hermana Silvia, también periodista, murió en una masacre y usted tuvo que exiliarse, además de sufrir un atentado. ¿Cómo se recupera un país que en solo un año, entre 1988 y 1989, perdió a 42.000 compatriotas?

Es muy difícil. Hasta hace poco, la cuestión de la impunidad y de las víctimas no estaba en la agenda del país. A la gente no le importaba. La muerte de mi hermana sigue impune y yo prosigo perseverando en la búsqueda de los culpables. Para eso escribí el libro «Viaje al infierno», en el que recupero la masacre de mi hermana junto a unos campesino en el Magdalena Medio.

Esta historia, de algún modo, me ha ayudado a reivindicarme conmigo misma. Me costó escribirla, pero es parte del ejercicio que ocurre en estas sociedades en las que los conflictos no se solucionan y tienes que aprender a seguir adelante.

¿Qué representa para usted la figura de Guillermo Cano, director de «El Espectador», muerto en un atentado organizado por el narcotráfico?

Fue quien me enseñó el periodismo y me dio los primeros preceptos claros. Cuando me pusieron una bomba en mi domicilio, vino y me dijo una frase con la que sigo trabajando como periodista: «Mire María Jimena, si usted quiere ser periodista en Colombia, tiene que acostumbrarse a que cuando sale de casa por la mañana, existe la posibilidad de no volver». A los cuatro o cinco años, lo mataron. El me ayudó a mirar este país como debe hacerlo un periodista y no a través de las encuestas. Y por eso sigo metida en problemas.

¿Qué valoración le merece el periodismo de ahora?

Como estamos inmersos en un conflicto no resuelto, hay cosas que se asumen y que, realmente, no deberían ser asumidas por el periodismo. Hay un repudio, con mucha razón, contra la guerrilla, pero hay, en cambio, una gran admiración en ciertos sectores por los grupos paramilitares. Si eso se aplica al periodismo puede ser fatal, porque entonces terminamos haciéndonos eco de esa sociedad en vez de informar sobre lo que pasa en esa sociedad. Seguimos planteando cortapisas para cualquier proceso con las FARC, pero nos abrimos a cualquier proceso con los paramilitares, porque estos sí nos gustan y la guerrilla no. Ese no debería ser el trabajo del periodista. Su cometido es plantearse qué pasa en realidad y tratar de mostrarlo. Por eso fui a La Habana, porque, si no iba, no sabía qué está pasando y cómo va el proceso y quería darme cuenta por mí misma de lo que ocurre en lugar de quedarme con lo que dicen las encuestas.

¿Qué papel deberían jugar los medios en la actual coyuntura?

Primero, saber qué pasa antes de entrar en juicios y, una vez que uno ha investigado y sabe qué pasa en un lado y el otro, sacar las informaciones y que la gente se ponga a discutir. Me parece que falta eso, que los medios reproducen el mismo juego que hace gran parte la sociedad; «con esos tipos no se puede hablar, no se puede discutir porque son unos asesinos». Claro que son terroristas y asesinos, pero las sociedades tienen y encuentran formas de apaciguamiento para poder vincular a esas personas a la vida pública y cesar la guerra. Así se acaban las guerras. Si yo, siendo víctima de los paramilitares, me tuve que tragar un acuerdo con ellos, que era peor que el que está planteando el presidente Juan Manuel Santos, no entiendo por qué esta sociedad es tan reacia a hacer lo mismo con guerrilleros. Hay que encontrar una forma de cesar la guerra, yo soy partidaria de eso. Del resto, no soy partidaria de nada. No soy ni santista, ni uribista. Lo que quiero es la paz y creo que los medios de comunicación están todavía viendo si hay partidos o intereses políticos en mitad de este proceso. Personal- mente no me interesa quién salga beneficiado, porque, en el fondo, si hay paz nos beneficiamos todos. Esa es la gran discusión de este país y los medios tendrán que darla. Todavía no lo han hecho.

 

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