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Fede de los Ríos

Evocadoras moscas

La corrupción que emana de la descomposición de todas las instituciones públicas y privadas que conforman la «Marca España» junto a una desidia suicida ha acabado por transformarnos en moscas verdes

Despertado por la urgencia de la presión que indica un pronto rebosamiento de una vejiga en continua lid por el espacio con una próstata, como decía mi abuela, de buen año. Con la prontitud intento dar satisfacción a la acuciante demanda de micción por parte de mi maltratado organismo y hacerlo de la manera correcta, es decir, que las llamadas aguas menores discurran desde la citada vejiga a través de la uretra y se precipiten desde el meato, con mayor o menor parábola (cosas de la edad en los varones), hasta lo que denominamos retrete. Nada más precipitar un pie fuera de la cama a manera de palanca con la que iniciar el movimiento que me trasladara al baño note la humedad. La persistente punzada en el abdomen descartó que se tratara de mis aguas «txikis».

Como sobrevivo, a duras penas, en la pluviosa Iruñea y habito una vivienda cercana al río Arga, por un instante, pensé que la húmeda climatología y el espíritu bromista de nuestras autoridades que acostumbran a desaguar las presas, sin previo aviso, para jolgorio de la población, habían vuelto a anegar sus riberas. De vivir en Sangüesa (Zangotza la llaman los terroristas) tan cerca del agrietado pantano de Yesa, las aguas hubiesen sido mayores. Vamos que me hubiese cagado allí mismo, al pie de la mesilla de noche.

Si la primera de mis extremidades informó a mi torpe y perezoso cerebro la humedad del suelo, la segunda perfiló la densidad de la sustancia pisada. Superaba con creces la densidad del agua amén de mostrar una untuosidad extraordinaria. Tanteé buscando, sin éxito, el interruptor de la lamparita de noche; logré encontrar las gafas que desistí en colocármelas después de dos o tres intentos dolorosos. Llegué al baño entre más que sonoros zumbidos y chapoteos. Tras aliviar las presiones urinarias, el espejo del armarito de baño mostraba una realidad nueva. El reflejo nada asemejaba a un ser humano. Mi cuerpo seguía dividió en cabeza, tórax y voluminoso abdomen pero mis enrojecidos ojos habían quintuplicado su volumen, a mis extremidades se habían sumado dos más y unas alitas trasparentes asomaban tras la cabeza. El color del cuerpo era de un verde metálico. Me había convertido en un moscardón verde.

Así como una sociedad burocrática y una familia patriarcal metamorfosearon al pobre y kafkiano Gregor Samsa en un insecto sin acabar de definir, mi transformación no dejaba resquicio a la duda: La corrupción que emana de la descomposición de todas las instituciones públicas y privadas que conforman la «Marca España» unido a una desidia suicida formó súbditos adocenados ha acabado por transformarnos en moscas verdes, esas que revolotean en la mierda que todo lo inunda. Se trata de la adaptación al medio. Por eso aguantamos el hedor; al renunciar a la dignidad, las pituitarias de nuestro sistema olfativo cesaron para evitarnos sufrimiento.

¿Somos todos moscardones? Se preguntará el sufrido lector.

No todos. Entre los excrementos retoza una minoría de cerdos felices además de otros a los que encarcelaron lejos de su casa por no gustar de la coprofagia.

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