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Ronnie Kasrils | Exmiembro del comité ejecutivo del ANC y exministro de los servicios de Inteligencia de Sudáfrica

Sudáfrica: el pacto fáustico del ANC fue a costa de los más pobres

Hay que poner fin a esta caída en el abismo. No creo que la alianza del ANC sea irrecuperable. Hay un sinnúmero de buenas personas en sus filas. Sin embargo, se requiere con urgencia una revitalización y renovación completas. Hay que recuperar el alma del ANC, sus valores tradicionales y la cultura de servicio al pueblo. Hay que romper el pacto con el diablo

Acomienzos de la década de 1990, los que estábamos en la dirección del ANC cometimos un grave error. Nuestro pueblo sigue pagando el precio.

Hoy se conoce a los jóvenes de Sudáfrica como la generación Born Free («nacida libre»). Disfrutan la dignidad de haber nacido en una sociedad democrática, con derecho a votar y a elegir quién gobernará. Pero la Sudáfrica moderna no es una sociedad perfecta. La igualdad plena -social y económica- no existe, y el control de la riqueza del país está en manos de unos pocos y surgen así nuevos desafíos y frustraciones. A los veteranos de la lucha contra el apartheid, como yo, se les pregunta con frecuencia si, a la luz de esa decepción, el sacrificio valió la pena. Aunque mi respuesta es que sí, debo confesar serias dudas: deberíamos haberlo hecho mucho mejor.

Ha habido logros impresionantes desde la conquista de la libertad en 1994: construcción de casas, escuelas e infraestructura, el suministro de agua y electricidad para millones de personas, la educación y la asistencia sanitaria gratuitas, el aumento de las pensiones y los subsidios sociales, estabilidad financiera y bancaria, y un crecimiento económico lento pero constante (al menos hasta la crisis de 2008). Estos logros, sin embargo, han sido paralelos a la quiebra de la prestación de servicios, que ha provocado violentas protestas de las comunidades más pobres y marginadas; insuficiencias graves y desigualdades en los sectores de educación y salud; un aumento feroz del desempleo; violencia y tortura policial endémicas, vergonzosas luchas por el poder; una alar- mante tendencia al secretismo y al autoritarismo en el gobierno; injerencias en el poder judicial y amenazas a la libertad de prensa y de expresión. Incluso la intimidad y la dignidad de Nelson Mandela han sido violadas por los niveles más altos del ANC para hacerse una foto en el colmo del oportunismo más ruin.

Lo más vergonzoso y escandaloso de todo, los acontecimientos del Jueves Sangriento -16 de agosto 2012- cuando la policía masacró a 34 mineros en huelga en la mina de Marikana, propiedad de la empresa Lonmin con sede en Londres. La masacre de Sharpeville en 1960 fue lo que me empujó a unirme al ANC. Marikana es aún más conmovedor: la Sudáfrica democrática nació para poner fin a tanta barbarie. Y sin embargo, el presidente y sus ministros, se han refugiado en una cultura de encubrimiento. El Partido Comunista de Sudáfrica, mi partido durante más de 50 años, tampoco condenó a la policía.

La lucha de liberación llegó a un punto alto, pero no a su cenit cuando acabamos con el régimen del apartheid. Entonces, nuestras esperanzas en nuestro país eran enormes, dada su moderna economía industrial, los recursos minerales estratégicos (no solo el oro y los diamantes), y una clase obrera y un movimiento sindical organizados, con una rica tradición de lucha. Pero ese optimismo minusvaloró la tenacidad del sistema capitalista internacional. De 1991 a 1996, se luchó una batalla por el alma del ANC y al final la perdimos porque se hizo con ella el poder empresarial: la economía neoliberal nos engulló. O, como algunos hoy claman, «vendimos a nuestro pueblo por el camino».

Lo que yo llamo nuestro momento fáustico tuvo lugar cuando solicitamos y obtuvimos un préstamo del FMI en vísperas de la primera elección democrática. Ese préstamo, con condiciones que impedían un programa económico radical, se consideró un mal necesario, al igual que las concesiones que había que hacer para mantener las negociaciones abiertas y poder entregar a nuestro pueblo la tierra prometida. La duda lo dominaba todo: creíamos, erróneamente, que no había otra opción, que teníamos que tener cuidado, ya que en 1991 el otrora poderoso aliado, la Unión Soviética, quebrada por la carrera de armamentos, se había derrumbado.

Inexcusablemente, habíamos perdido la fe en la capacidad de nuestras propias masas revolucionarias para superar todos los obstáculos. La dirección del ANC hubiera debido permanecer firme, unida e incorruptible. Y, sobre todo, aferrarse a su voluntad revolucionaria. En cambio, nos rajamos. La dirección del ANC hubiera debido permanecer fiel a su compromiso de servir al pueblo. Ello le hubiera otorgado la hegemonía necesaria no sólo sobre la arraigada y bunkerizada clase capitalista sino también sobre las nuevas élites emergentes.

Acabar con el régimen del apartheid mediante la negociación, en lugar de una sangrienta guerra civil, parecía entonces una opción demasiado buena como para ser ignorada. Sin embargo, en ese momento, la correlación de fuerzas estaba a favor del ANC, y las condiciones eran favorables para obtener un cambio más radical en la negociación. No era de ninguna manera cierto que el viejo orden, a parte de unos cuantos extremistas de derecha aislados, tenía la voluntad o la capacidad de recurrir a una represión sangrienta como creía la dirección de Mandela.

Fue un grave error de mi parte concentrarme en mis propias responsabilidades y dejar los problemas económicos a los expertos del ANC. Como Sampie Terreblanche ha revelado en su crítico libro, «Lost in Transformtion», a finales de 1993 las grandes estrategias de negocios -incubadas en 1991 en la residencia de Johannesburgo del magnate minero Harry Oppenheimer- fueron cristalizando en secretas conversaciones nocturnas en el Banco de Desarrollo de Sudáfrica. En ellas participaron los principales empresarios de la minería y la energía de Sudáfrica y líderes de la energía, los jefes de las compañías estadounidenses y británicas con presencia en Sudáfrica, y los jóvenes economistas del ANC que habían sido educados en los patrones de las economías occidentales. Informaban directamente a Mandela, y fueron marginados o acobardados hasta la sumisión a golpe de amenaza de las consecuencias nefastas que tendría para Sudáfrica un gobierno del ANC que acabase aplicando unas políticas económicas que consideraban desastrosas.

Todos los medios para erradicar la pobreza, que era la promesa sagrada de Mandela y del ANC a los «más pobres de los pobres», se perdieron en el proceso. La nacionalización de las minas y de sectores estratégicos de la economía, tal y como recogía la Carta de la Libertad, fue olvidada. El ANC aceptó responsabilizarse de una vasta deuda heredada del apartheid, que debería haber sido denunciada. Se abandonó el impuesto sobre el patrimonio, y a las empresas nacionales e internacionales, que se habían enriquecido gracias al apartheid, se les perdonó cualquier reparación económica. Se aceptó la obligación de poner en práctica una política de libre comercio y abolir todas las formas de protección arancelaria de acuerdo con los fundamentos neoliberales de libre comercio. A grandes empresas se les permitió transferir sus principales activos al extranjero.

La dirección del ANC-SACP ansiosa por llegar al gobierno (yo mismo no menos que otros) aceptó fácilmente este pacto con el demonio, condenándose en el proceso. Y heredó una economía tan ligada a la fórmula global neoliberal y al fundamentalismo de mercado que tiene muy poco margen de maniobra para aliviar la difícil situación de nuestro pueblo.

No es de extrañar que su paciencia se esté acabando, que sus angustiadas protestas aumenten a medida que lucha contra el deterioro de sus condiciones de vida, porque los que están en el poder no tienen soluciones. Los migajas son recogidas por la nueva élite negra emergente, la corrupción se ha hecho endémica mientras que los avariciosos y los ambiciosos luchan como perros por un hueso.

En Sudáfrica, en 2008, el 50% más pobre recibe solo el 7,8% de la renta nacional. Mientras que el 83% de los sudafricanos blancos se hallaba entre el 20% superior, solo el 11% de nuestra población negra se situaba al mismo nivel. Estas estadísticas ocultan un sufrimiento humano sin paliativos.

Hay que poner fin a esta caída en el abismo. No creo que la alianza del ANC sea irrecuperable. Hay un sinnúmero de buenas personas en sus filas. Sin embargo, se requiere con urgencia una revitalización y renovación completas. Hay que recuperar el alma del ANC, sus valores tradicionales y la cultura de servicio al pueblo. Hay que romper el pacto con el diablo.

En la actualidad, la mayoría empobrecida no tiene otra esperanza que el partido en el poder, a pesar de que la capacidad del ANC de mantener su lealtad se está erosionando. Esto no quiere decir que rescatar al país de la crisis dependa solo de la alianza entre el ANC, el partido comunista y la confederación sindical. Hay un sinnúmero de patriotas y camaradas en viejas y nuevas organizaciones que son vitales para el proceso. Además, están las vías legales e institucionales -y el Tribunal Constitucional como último recurso- para poner a prueba, denunciar y desafiar la injusticia y la violación de los derechos. Las estrategias y tácticas de las bases señalan el camino a seguir con su acción no violenta y digna, pero militante.

El espacio y la libertad para expresar los puntos de vista de cada uno, ganados a través de décadas de lucha, están disponibles y deben desarrollarse. Miramos hacia los Born Frees como los futuros portadores de la antorcha.

© The Guardian

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