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«Perdí a mi Ali hace seis años y ahora otro atentado se ha llevado a otros dos hijos»

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GARA | BAGDAD

Nadhim al-Juburi llora. Acaba de perder dos hijos, víctimas de un atentado con coche-bomba justo seis años después de que su primer hijo muriera de la misma y cruel manera y en el mismo escenario.

«¡Los chicos están muertos. Alaa, Abbas, Ali! Ahora solo tengo tres mártires», gime su padre, sentado en una tienda donde recibe a amigos y vecinos que le muestran sus condolencias.

Ammar, de 17 años y el único hijo que le queda, está sentado al lado de su padre con aire serio.

Una voz desde el micrófono recita cersos del Corán, mientras que una banderola negra delante de la tienda erigida para el duelo proclama: «Alaa, de 24 años, Abbas, de 18 años, murieron por un despreciable acto terrorista».

La Policía registra a los que llegan para prevenir otro atentado. Y es que los kamikazes se suelen infiltrar entre los invitados a los entierros para causar aún más víctimas.

Alaa y Abbas murieron el sábado en una explosión junto al puesto donde vendían sandías en Karrada, en el centro de Bagdad. Dos de las 67 víctimas mortales solo en ese día.

Alaa tenía tres hijos y una hija recién nacida y Ammar tenía previsto casarse después del Ramadán, el mes de ayuno musulmán, recuerda su padre.

Murieron tres días antes del sexto aniversario de la muerte de su hermano Ali, víctima de un coche-bomba que estalló en el mismo lugar el 23 de julio de 2007. «Solo me queda Ammar. Ammar, ¿dónde está Ammar?», se inquieta cuando su hijo se ha alejado unos pasos.

Los efectos de la explosión son visibles. Dos hombres trabajan adecentando el porche de una casa y otro, sobre un tractor, trata de retirar cables e hilos telefónicos que cruzan la calle. Todavía se ven restos de sangre y un fuerte olor a especias se desprende de los restos de un carro ambulante bajo los que se ven restos de zapatos.

«Nunca he olvidado a Ali», señala el hombre, que añade que él y su mujer pasan varias noches al año durmiendo junto a la tumba de su hijo en Najaf, el gran cementerio chií en Irak. «Si no hubiera sido por mis otros hijos, habría construido una pequeña casa al lado de su tumba para pasar mis últimos días».

Cuando la bomba explotó el pasado sábado, Nadhim al-Juburi salió de casa corriendo y vio a Alaa herido en el suelo. «Ocúpate de Abbas», le dijo su hijo. Pero Abbas estaba muerto.

El padre, roto por el dolor, consiguió llevarse a Alaa e ingresarlo en el hospital, donde murió de las heridas. «Sigo conservando su ropa en casa, recubierta con su sangre». Ammar, sentado sobre una silla de plástico al lado de las fotos de sus tres hermanos, cuenta que eran inseparables. «Ahora estoy solo», señala, para añadir que «todavía no me lo creo. Es como un mal sueño».

«Si toda esta gente no estuviera aquí, moriría de dolor», asegura su padre. Su dolor certifica que no es un sueño. «Estoy destrozado y espero morir pronto. Todos venimos de Dios y volveremos a Dios. Todo está en manos de Dios», se resigna.

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