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análisis | diada a un año del referéndum

La cadena humana desata otra batalla por los restos del PSC

Después de duros enfrentamientos internos, cabezas visibles del sector catalanista del PSC presentaron una nueva corriente interna crítica con la dirección, a la que acusan de no saber leer la realidad de Catalunya. La enésima batalla del socialismo catalán, una de las últimas, está servida. Hasta ahora la única salida para los catalanistas era el exilio. Si de verdad comienzan a organizarse, como anunciaron ayer, puede que intenten librar una última batalla por el control del partido. Si pierden, la única salida digna que les queda es la de abandonar la formación.

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Beñat ZALDUA Periodista

Ninguna formación lleva tan mal el proceso soberanista catalán como el Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), único partido -quizás junto a Unió, pero en menor medida- que no ha sabido adaptar su discurso y sus prácticas al vertiginoso cambio que ha vivido el catalanismo político en menos de un lustro. La última expresión de este hecho se vivió ayer, con la formalización de una nueva corriente interna crítica con la dirección del partido. La han bautizado Agrupació Socialista y en ella están presentes cabezas visibles del ala catalanista como la exconsellera Marina Geli, el alcalde de Lleida, Àngel Ros, o la eurodiputada Maria Badia.

El acto de ayer, en el que se aprobó un documento que califica la cadena humana de «plenamente legítima» y defiende el derecho de los socialistas a participar en ella -en contra del criterio de la dirección-, es la culminación de una semana marcada por la confrontación pública entre la dirección y los sectores críticos.

La última mecha la encendió el secretario de Acción Política y peso pesado en la dirección socialista, Antoni Balmón, que en un artículo publicado en ``El Periódico'' señaló que «en el PSC sobran profesionales del ruido sin ninguna relevancia actual», en clara referencia a exdirigentes socialistas como los exconsellers Joaquim Nadal, Marina Geli o Montserrat Tura, que en las últimas semanas habían flirteado con la posibilidad de participar en la cadena humana, criticando la cerrazón de la dirección.

No tardaron en saltar las voces de todos los que se sintieron lógicamente aludidos, quienes argüyeron, en términos generales, que en el PSC no sobra gente, sino que más bien falta. Lejos de frenar, Balmón insistió el miércoles en sus declaraciones, señalando, textualmente, que está «harto de las lecciones» de personas como Tura. Y para demostrar que no bromeaba, ayer volvió a las andadas, declarando que «alguien que piensa que sus ideas no están donde deben estar, se va», en referencia a Antoni Dalmau, expresidente de la Diputación de Barcelona y militante histórico del PSC, que el miércoles anunció que abandona el partido.

Estos encontronazos a dos semanas de la Diada ilustran a la perfección hasta qué punto tensiona el proceso soberanista el frágil equilibrio interno socialista, cuyos cuadros dirigentes siguen siendo incapaces de realizar un diagnóstico certero de la realidad del país y, por lo tanto, incapaces también de proponer soluciones que saquen al PSC de la caída libre electoral en la que está sumido desde hace una década -de 52 diputados en 1999 a 20 en la actualidad-.

Pasado el tiempo en que la centralidad política pasaba por el autogobierno pactado con Madrid -en el que, igual que CiU, los socialistas se movían como pez en el agua-, el PSC queda ahora atrapado entre la defensa débil y ambigua del derecho a decidir como principio democrático y la lealtad a una Constitución y a un Estado que niegan sistemáticamente dicho derecho.

Y el elector, cada vez menos ambiguo y más decidido por una de las dos opciones que daría un referéndum, no lo perdona. Pero el proceso soberanista no explica, por si solo, la deriva del PSC, cuyo descenso a los infiernos comenzó antes incluso de que Ernest Maragall llegase a la Generalitat.

De hecho, cabe remontarse hasta el Congreso celebrado en 1994 en Sitges para entenderlo todo. Ese año los llamados «capitanes» se adueñaron de la formación, enterrando la anterior etapa obiolista -por el dirigente Raimon Obiols-. Con los `capitanes', la federación catalana del PSOE impuso su hegemonía en un partido nacido originalmente de la fusión de tres formaciones, de las cuales solo una tenía lazos orgánicos con el socialismo español.

Conscientes de la realidad del país, la nueva cúpula aguantó durante un tiempo a líderes más heterogéneos como Maragall al frente del partido, con quien consiguieron, por fin, arrebatar el Palau de la Generalitat a CiU.

Entonces se sintieron fuertes y, en el segundo tripartito, no dudaron en poner al frente de la formación y del Govern a uno de los suyos: José Montilla. Desde entonces, la historia ya conocida: una dirección replegada en un búnker, escudándose en que gana los congresos por amplias mayorías, sin darse cuenta de que es fácil con unas estructuras que controla a su antojo, y cerrando los ojos ante lo que sucede en el exterior.

Si a todo esto sumamos, por un lado, el débil liderazgo de un Pere Navarro incapaz de marcar perfil propio y, por otro, la crisis general que la socialdemocracia europea sufre desde que se realizase el harakiri buscando la cara amable del neoliberalismo, nos encontramos con todos los ingredientes para hablar de un partido en peligro de extinción, por los restos del cual luchan ahora dirección y ala catalanista.

Hasta ahora, la única salida para los catalanistas, a los que se acusa de poco organizados, era el exilio -como el de Dalmau esta semana o el de Ernest Maragall hace un año-.

Si de verdad comienzan a organizarse, como anunciaron ayer, puede que intenten librar una última batalla por el control del partido, tras la cual, si pierden, la única salida digna que les queda es la de abandonar el partido. Eso sí, en bloque y dinamitando de una vez por todas el PSC.

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