Alberto Pradilla | Periodista
Escribir es meterse en problemas
Escribir es meterse en problemas» es el subtítulo del blog de Salvador Sostres, un columnista de «El Mundo» a quien admiro en la forma pero cuyo fondo me resulta atroz. Escribir es meterse en problemas. Y leer es el primer, decisivo e irrevocable paso para intentar ser un poco más consciente y hacerte cargo de lo que te rodea. Escribir, al menos honestamente, debería ser siempre una fuente inagotable de problemas. Porque es difícil que el buen chico que quiere contentar a todos pueda generar algún sentimiento. Y eso es incompatible con arriesgar, subvertir, emocionar, contradecir o cualquier sano objetivo que debería mover cualquier intento de construir un texto.
Escribir debería ser desafío y rebelión y entrañas. Un after desbocado, un puño en alto, la toma del Palacio de Invierno, «piedras, tuercas, cohetes, gasolina», un polvo apasionado. Cada letra es un reto, un cara a cara, y cada frase tiene sus consecuencias. Porque cada frase supone abrirte un poco en canal, esparcir tus tripas en el folio, aunque este sea ahora una pantalla diseñada por Steve Jobs. Eso es lo que tiene sentido y es la antítesis del grito irreflexivo.
Escribir es meterse en problemas porque implica un trayecto en el que conscientemente dejas una parte que no recuperas y te muestra vulnerable. Es servir un pedazo de intimidad o de convicciones en una gran mesa donde los amigos saben lo que les gusta, perdonan el desliz inoportuno y evitan el halago incómodo, y los enemigos no pierden ocasión de reiterar su repugnancia.
En el fondo, hablamos de dar la cara y de hacerse cargo. Somos responsables de todas las opiniones que lleven nuestro nombre. Para lo bueno y lo malo. De nuestros aciertos y, sobre todo, de los textos en los que erramos. En los tiempos de Twitter, la canallada consciente de 140 caracteres se convierte en lapsus linguae en medio de ese inmenso bar en el que todos gritamos a pleno pulmón sin ninguna intención de escucharnos. Y no es un problema de volumen, sino de falta de voluntad para poner la oreja. Frente a ello, honestidad, convicción, valentía y responsabilidad.
No pretendo ser autocomplaciente ni dibujar un panorama idílico. Escribir es meterse en problemas, no pensar que se tiene razón por disfrutar de una atalaya. Caemos para aprender a levantarnos y no reconocer cuando metes la zarria es mostrar muy poco respeto por lo escrito y, especialmente, por quienes lo leen.