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Carlos GIL | Analista cultural

Alfombra

 

Las alfombras rojas son el símbolo de la cultura de masas que se mueve en territorios industriales y de mercadotecnia fuera de cualquier ambición de trascendencia cultural. Sin focos que las iluminen, todas las alfombras son pardas. Si las pisan ministros reaccionarios, artistas de la coba y el burle, se asemejan a un panal de avispas disfrazadas de abejas que pululan para libar en todo los cardos borriqueros. El cine de las sábanas blancas teñidas por el color del dinero que se recoge sirviendo a la desmemoria y la desmovilización a base de entretenimiento analgésico.

El cinematógrafo fue durante un tiempo el sueño de una revolución en imágenes y consignas empaquetadas en bobinas, pero acabó siendo el gran instrumento colonizador, la gran maquinaria de crear ideología capitalista. Sigue siendo un cuerpo de ejército, una fiel infantería al servicio del imperio. Por eso ponerle alfombras rojas es claudicar, es entregarse voluntariosamente. Darle tanta importancia a la industria es renunciar a cualquier posibilidad de encontrar una voz que desentone.

Y la podemos encontrar, siempre en el lateral, pisando tierra firme, escapando de las alharacas, como la de Aitor Merino conmoviendo con una historia personal que se convierte en un retrato social de gran calado político.

O como lo que ofrecen esas cinematografías invisibilizadas que a veces llegan entre los paquetes sueltos de las distribuidoras totalitarias para indicarnos que sí es posible narrar otras realidades, enfocar desde otros angulares y dirigirse hacia otros mundos posibles, deseables. Quizás sean unas alfombras voladoras, ensoñaciones de ingenuos artistas del futuro pero muy necesarias.

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