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CRÓNICA | PREMIO DONOSTIA

Carmen Maura, reina del akelarre oficiado en Donostia por Álex de la Iglesia

Carmen, guapa», «Hugo, tío bueno»... El respetable repartía piropos y hasta algún desgarrador grito mientras mendigaba un saludo de los actores durante el photocall previo a la rueda de prensa de «Las brujas de Zugarramurdi». Y así, todo el día.

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Amaia EREÑAGA     

El auditorio del Kursaal, hasta la bandera en la sesión de la mañana. El pase de la víspera, con largas colas. Jovencitas que, cinco horas antes, esperaban pacientes junto a la deseada alfombra roja. Y todo este glamour, este aire a domingo de fans era causado por una gamberra y políticamente poco correcta comedia firmada por el cineasta bilbaino Álex de la Iglesia, con la guerra de sexos –con mucha mala leche– como sustrato de una historia que mezcla escenas de acción filmadas de forma espectacular, humor grueso y unas brujas, las de Zugarramurdi, que se comen a los hombres y tienen a Mikel Laboa y Fermin Muguruza como banda sonora.

Un día intenso, coronado por la noche con la concesión del premio Donostia a una actriz que se da tan pocos aires como Carmen Maura. A las pruebas me remito. Las razones de que lleve trabajando tantos años, según Carmen Maura, son: uno, «el ser ni guapa ni fea, ni alta ni baja, ni gorda ni flaca me ha ayudado mucho»; dos, «sirvo para un roto y un descosido»; y tres, «no me importa salir hecha un cristo».

“Las brujas de Zugarramurdi” era uno de los títulos más esperados en esta edición. El impactante arranque, con Hugo Silva y Mario Casas –una pareja a lo  Roger Moore y Tony Curtis, según De la Iglesia– atracando una tienda de venta de oro disfrazados de estatuas vivientes –un cristo plateado uno; un soldado verde, el otro– nos lleva por una carrera enloquecida que tiene su clímax en Zugarramurdi. El cineasta bilbaino hacía una declaración de intenciones en su presentación ante la prensa: «La idea es entretener, reírnos de la guerra de sexos. No hay ganas de contar grandes mensajes, ni de aburrir al espectador con obsesiones ni con neurosis, salvo las inevitables. Porque yo creo que los hombres somos cada vez más tontos, lerdos y torpes a la hora de comunicarnos con el mundo femenino, mientras algunas mujeres son cada vez más malas, más perversas y más inteligentes. También había que reírse de mi misoginia».

En una comparecencia ante la prensa bastante surrealista –en un lapsus incluso un periodista se dirigió a él como Eloy de la Iglesia, cineasta ya fallecido por cierto–, el bilbaino no solo habló de mujeres, sino también de brujas. Con Jorge Gerikaetxeberria hace tiempo que quería rodar en Zugarramurdi, nuestro Salem «particular», con una historia sobre algo tan fascinante como la brujería y el auto de Logroño. Se ha documentado –«el sombrero de las brujas que se representan en Nueva York o Minesota es en realidad el folclórico navarro», dijo– e incluso lanzó una teoría sobre el vuelo de las brujas: se embadurnaban el cuerpo de una mezcla de brea y sustancias alucinógenas y salían por la ventana... porque no encontraban la puerta. Lo ha rodado en un pueblo que se volcó en la película y para el que el akelarre cinematográfico en la cueva fue una catarsis respecto a su pasado. 

A sus 68 años –no lo oculta, «lo voy diciendo a todo el mundo. Si dices tu edad real, te dicen: ¡qué bien estás para los años que tienes!»–, Carmen Maura se ha convertido en la reina del akelarre de “Las brujas de Zugarramurdi” y en uno de los dos premios Donostia de esta edición. Anoche lo recibía con el aforo del Kursaal repleto y en pie, entre largos aplausos, y, pese a toda la larga lista de premios que ha recibido en su vida (varios premios Goya, premio a la Mejor Actriz en Cannes y Donostia...), se le veía emocionada.

Y eso que pensaba que este galardón «solo se lo daban a las extranjeras». Aunque admitió también que nunca suele dedicar los premios que recibe, esta vez hizo una excepción, para compartirlo con sus padres y sus hijos «que son quienes han sufrido que yo decidiera ser actriz. La verdad es que lo decidí en 20 minutos, pero me alegro de haberlo hecho aunque me haya metido en muchos follones».

Tan cercana y fresca como siempre, dijo que «desde niña, interpretar me era fácil. Por contra, en mi vida personal sí ha habido muchas cosas muy desagradables». La interpretación le ha servido para «salir de tristezas, porque me meto tanto en el papel que me olvido». A Donostia siempre ha estado unida, desde aquellos primeros trabajos en los que venían todos en grupo, se alojaban en la misma habitación de hotel «y vaya follón que se montaba». Entonces ni se imaginaba que terminaría con el Kursaal a sus pies.

 
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