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Antonio Alvarez-Solís Periodista

Una deslealtad social

Se refiere el veterano periodista a la deslealtad del presidente del Banco Santander, Emilio Botín, quien anunció que pondrá a disposición de sus clientes en Brasil 7.500 millones de euros para financiar proyectos de infraestructuras, mientras que «no ha sido fiel, cuando más lo necesitaban», a los pequeños y medianos empresarios y familias consumidoras españoles «que nutrieron sus pasivos».

Hace poco decíamos en esta misma página que en el marco de una economía de signo colectivista, concretamente socialista, el oficio de empresario -no el empresario poseedor de la empresa- habría de ser uno de los más cuidados por estar en la base del robustecimiento y equilibrio de la nueva sociedad. Este tipo de responsable empresarial tiene en Euskal Herria una historia muy sugestiva merced a una práctica cooperativista, que está descrita con mucha precisión en una amplia literatura. Recientemente leí el libro de Julia Itoiz «La otra experiencia», que me proporcionó una serie de sugestiones muy valiosas para mi reflexión teórica acerca de la economía de espíritu popular. En primer lugar llegué a la conclusión de que este tipo de de empresario, al que Negri llamaría trabajador social, comporta, por ser de máxima confianza, una especial lealtad al pueblo en cuyo seno se ejerza. Y se entiende la honestidad que se ha de demandar al empresario social, ya que el socialismo al que me refiero es una resultante de la libre iniciativa de los individuos sobre un fondo de grandes y primarios medios colectivos liberados de la usurpación que significa la propiedad privada de los mismos. Medios que en unos casos facilita gratuitamente la naturaleza o, en otros, son indispensables o estratégicos para poner en marcha el motor económico de las actuaciones particulares..

Hablamos, insisto, de un empresario que ha de proceder con una comprometida lealtad a la sociedad a la que pertenezca y en la que actúe, ya que esa lealtad es la que hace honesta o deshonesta la economía.

Sobre ese fondo de cavilaciones acerca del bien común, ahora tan obviado, se ha instalado la escandalosa noticia que genera un nuevo estrépito capitalista: el presidente del Banco de Santander ha anunciado que pondrá a disposición de sus clientes en Brasil la cantidad de 7.500 millones de euros para la financiación de proyectos de infraestructuras. El Sr. Botín ha explicado a la presidenta brasileña que participará activamente en el Plan de Aceleración del Crecimiento elaborado por el Gobierno brasileño. Es más, el presidente del Banco de Santander ha dicho: «Colocaremos a disposición de nuestros clientes 10.000 millones de dólares para apoyarles en sus proyectos». El Sr. Botín ha rematado su oferta exaltándola con una parrafada diferencial que no tiene desperdicio ni financiero ni político para el empresariado español y para todos los españoles: «Brasil es un país que conocemos bien, con riquezas naturales, pero también con riqueza de personas, como sus grandes empresarios. Y tiene una democracia muy asentada». ¡Qué entenderá el Sr. Botín por democracia ante la forma en que maneja el dinero!

¿Han leído los españoles atentamente?: «Sus grandes empresarios y su democracia muy asentada...». Partamos de una evidencia primera: el Banco de Santander se ha edificado con la entrega de los españoles. Unos españoles que tras tragar silenciosamente desaires en multitud de casos, ahora se enfrentan a esa entidad con la indignación que produce la dura postura de su política crediticia que, sin embargo, abre el chorro en Brasil.

Cabe hablar, por tanto, de deslealtad? Hojeo nuevamente el diccionario en busca del alcance real de los términos en este disparatado festival del lenguaje. «Lealtad.- Acción propia de un hombre fiel y de buena ley». Antes de seguir: el antónimo de esa lealtad se denomina deslealtad ¿Estamos, pues, ante una amarga deslealtad al propio pueblo? El Sr. Botín no ha sido leal salvo con «sus» contados españoles. No ha sido fiel, cuando más lo han necesitado, a los pequeños y medianos empresarios, a las familias consumidoras, que nutrieron sus pasivos y han constituido la verdadera estructura económica de España. Quizá ahora y en distinta dirección cabe otra pregunta, de mayor compromiso en su respuesta: ¿han sido leales los españoles con ellos mismos? ¿No han renunciado a su fe en lo colectivo cuando acuden a la puerta de los poderosos que manejan el dinero sin exigirles una acción adecuada para el bienestar de la colectividad? «Amicus Plato, sed magis amica veritas».

Más aun, en torno de nuevo al Sr. Botín: ¿la propiedad privada de los medios de capital no conlleva este tipo de extorsiones impunes al propio entorno? ¿Puede seguir manteniéndose la falacia de la eficacia del mercado libre cuando el mundo financiero elige descaradamente, merced a ese mercado, el camino que produce las víctimas y enriquece a los victimarios sin que nada coercitivo lo impida? Claro que tampoco aparece claro si un número elevado de ciudadanos merecen algún tipo de defensa, dado el tenor esperpéntico de su recaudo ideológico. Gente del común habla en muchas ocasiones con admiración -lean los emails enviados a los periódicos- de la eficacia del capitalismo. Entre esa gente del común penetrada por el espíritu capitalista están bastantes de los que sufren, de los que batallan por supervivir, de los que aplauden en no pocas ocasiones privatizaciones que, dicen, han de conducirnos a la eficacia y aun a la riqueza. Esta realidad nos invita, sea dicho de paso, a melancólicas consideraciones sobre la calidad de la sociedad presente.

Cabe que todo lo que llevo escrito sobre la mala calidad moral de la Banca se juzgue como fruto de un cerrado espíritu socialista que no se aviene a ninguna suerte de consideración benévola sobre el sector financiero. Ya me he hecho a mí mismo esa pregunta en repetidas ocasiones. La respuesta siempre ha sido clara. La Banca capitalista tuvo su momento moral, aún siendo tan discutido, en la época en que la fracción directora de la clase burguesa estaba comprometida en la edificación, frecuentemente idealizada, del industrialismo doméstico. Se trataba de una banca que actuaba como motor para enlazar la producción y el comercio con un propósito de crear el consumo moderno de mercancías. Podía constituir para muchos capitalistas una hermosa aventura. Una serie ingente de libros y exposiciones teóricas convoyó esa tarea financiera con un cierto y constante afán de convertir en benéfico el asunto. Cualquier interesado en ese tipo de literatura ha constatado hasta qué punto se glorificaba el industrialismo como la palanca que había de mover el mundo hacia la libertad y el bienestar de las masas. Jamás se pudo conseguir una verdadera justificación ética de quienes dirigían aquella etapa histórica, pero los comportamientos de sus protagonistas eran abordados muy frecuentemente desde ópticas muy comprensivas. El mundo se proclamó liberal con todas sus consecuencias políticas y económicas. Por otra parte, la dura y tantas veces despiadada práctica de los dirigentes más radicales del industrialismo era contenida en cierta medida por la lucha abierta del proletariado, lo que estimulaba el nacimiento de una capa intermedia que se denominó clase media y que tuvo la doble función de respaldar intelectualmente a los poderosos sectores capitalistas al par que de ella brotaba también no poca de la teoría revolucionaria.

Ahora la Banca ya no es un motor de crecimiento doméstico, sino una aventura «global» que se agota en sí misma. Su dedicación a algo tan real como el fomento del industrialismo nacional se ha reducido hasta el 23% en Alemania, 17% en Italia, 15% en España, 12% en Reino Unido y 11% en Francia. Los datos, que tomo de una crónica de Juan Manuel Bellver, los facilita el propio inventor de la fantasiosa «revolución industrial» francesa, el joven ministro Arnaud Montebourg, reserva onírica del mortecino presidente Hollande. La Banca está en esa postura y el Sr. Botín ha decidido navegar en corso.

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