La noche del 3-4 de octubre de 1993 fue un fiasco militar para EEUU que, herido en su orgullo, ha condenado al pueblo somalí a la muerte en vida. Al punto de que Somalia ha sido convertida en el paradigma de Estado fallido.

Hace siete años, Washington decidió abortar el intento de la Unión de Tribunales Islámicos, un movimiento local de carácter islamista, de levantar al país de sus cenizas. La intervención militar etíope por delegación dio alas a un movimiento yihadista, el de los jóvenes de al-Shabab, abiertamente alineado con Al Qaeda y que hace dos semanas tuvo su bautismo de fuego internacional en el asalto a un centro comercial de la capital de Kenia.

Qué lejos y qué cerca están Nairobi y Mogadiscio de nuestras amuralladas costas. Sobre todo desde que Occidente decidió acabar a bombazos con el régimen libio de Gadafi. Muerto el que se había convertido en guardián del flanco mediterráneo antiinmigración, las barcazas con refugiados africanos solo tienen un enemigo antes de llegar a Lampedusa: la muerte.

Porque, más allá de la cuestión humanitaria, Occidente tiene una responsabilidad política. Promociona Estados fallidos en el mundo y se niega luego a asumir las consecuencias.