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Túnez: ¿Fin de trayecto?

Mientras los medios se ocupan -cada vez menos- de Siria, Egipto o Irak, el país donde empezó la «Primavera Árabe» está a punto de sucumbir también al pasado sin que ello merezca la menor atención. El proceso democrático en Túnez está tocado de muerte y las alternativas parecen reducirse a dos: un golpe de Estado duro o un golpe de Estado blando. Cualquiera de las dos deja fuera el impulso y las esperanzas de los grupos sociales que derrocaron en enero de 2011 al dictador Ben Ali.

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Santiago ALBA RICO Experto en el mundo árabe

El miércoles se cumplieron dos años de las elecciones que auparon a una coalición encabezada por los islamistas de Ennahda. Era el día en que debía comenzar el «diálogo nacional» promovido por la UGTT y la patronal tunecina, iniciativa de dudosa hechura democrática que, en todo caso, es ya el único apaño posible para superar la parálisis institucional del país desde el asesinato, en julio, del diputado opositor Mohamed Brahmi. El compromiso firmado en setiembre por todas las partes obliga a la troika en el poder a dejar paso a un gobierno «tecnocrático» tres semanas después de iniciadas las conversaciones.

Para el gobierno, este «diálogo», al que ha accedido a regañadientes, es sólo un chantaje para dejar fuera de juego la única fuente de soberanía conquistada por la revolución: la Asamblea Constituyente. Para la oposición cristalizada en el Frente Nacional de Salvación, cuyos miembros, de derechas y de izquierdas, han invocado reitera- damente el modelo egipcio, se trata sobre todo de un instrumento para apartar del poder a un partido al que acusa de todos los males: la inseguridad, la represión, la crisis económica e incluso los recientes movimiento sísmicos en Monastir.

Por eso mismo el 23 de octubre era una fecha simbólica muy apetitosa para la oposición en su deseo, razonable o no, de cuestionar la legitimidad de Ennahda y acelerar su caída. Con este fin había convocado una manifestación, denunciada por el gobierno como un «boicot al diálogo». Apoyada por medios de comunicación privados, entre otros la controvertida cadena antiislamista Nissma, reunió a unas 5.000 personas que corearon eslóganes muy familiares: «el pueblo quiere derrocar al régimen» y «degage, degage», junto a insultos y acusaciones agresivas («asesinos»). La cadena había llamado a participar en la marcha y la cubrió en directo, escogiendo testimonios de manifestantes que recordaban con nostalgia la dictadura: «Con Ben Alí se vivía mejor».

A esto se añadió el mismo día, como por casualidad, una nueva ofensiva del terrorismo yihadista: 6 miembros de la Guardia Nacional fueron asesinados en Sidi Bouzid, cuna de la revolución, y un policía en Menzel Bourguiba. Estas muertes venían a sumarse a las de otros dos miembros de la Guardia Nacional una semana antes en Gubellat, en el gobernorado de Beja.

La Guardia Nacional, un cuerpo militar equivalente de la Guardia Civil, se siente sometida a una fuerte presión, como lo demuestra la protesta durante las exequias de estos dos «mártires». Los agentes presentes en el acto expulsaron del recinto del homenaje al presidente de la república, Moncef Marzouki, y al primer ministro, Ali Larayed.

Mientras que el gobierno lo consideró una «insubordinación» y amenazó con sanciones (algunos lo calificaron de «golpe de Estado blando»), la oposición aplaudió el gesto, aduló a los cuerpos de seguridad del Estado y responsabilizó a Ennahda de los atentados.

Los mismos que acusan a Ennahda de utilizar los aparatos policiales para reprimir manifestaciones y matar opositores, acusan a Ennahda también de matar policías («nuestros héroes nacionales»), alimentando así el malestar de un aparato que no ha sido depurado y que constituye la prolongación de hecho del antiguo régimen.

Cualesquiera que hayan sido los errores y desmanes de Ennahda, por mucha complacencia que en otros momentos haya demostrado hacia los yihadistas de Ansar Sharia y más allá de cualquier tentación conspiracionista, sólo un ciego podría ignorar la funcionalidad de los ataques terroristas. Si en Siria el yihadismo hace el juego al régimen y en Egipto legitima al ejército golpista, en Túnez la mortal ofensiva de los últimos meses, recrudecida en estas fechas señaladas, solo conviene a los que apuestan por descarrilar el frágil proceso democrático.

El 23 de octubre de 2013, segundo aniversario de las primeras elecciones democráticas en el mundo árabe, marca la máxima temperatura golpista desde el derrocamiento del dictador; la tensión es enorme y un nuevo atentado, selectivo o indiscriminado, sobre todo en la capital, pondría sin duda fin al frágil entramado institucional surgido de la revolución del 14 de Enero y de las elecciones de 2011. A última hora de ayer, el Frente Nacional de Salvación, coalición que reúne a toda la oposición, incluido el izquierdista Frente Popular, decidió levantar su bloqueo al «diálogo nacional» después de que el primer ministro prometiera por escrito que cederá, en plazo, el poder, a un ejecutivo de tecnócratas.

Exagerando apenas, podemos decir que Túnez se divide hoy entre los que temen y los que desean un golpe de Estado. Por raro que parezca, entre los que lo desean se encuentra un sector importante de la izquierda reunida en el Frente Popular, que con declaraciones irresponsables y movilizaciones fallidas alimenta, no la radicalización de la democracia y la acumulación de las fuerzas revolucionarias, sino el discurso acomodaticio, reaccionario, de los que -cada vez más y no sin motivos tangibles- ceden al deseo de seguridad.

Una encuesta reciente situaba al ex-dictador en quinto lugar en intención virtual de voto; pero rozando el primer lugar está ya Bejji Caid Essebsi, el exministro del interior de Bourguiba, el catalizador de los fulul del antiguo régimen.

Por lo demás, el miedo y la rabia son patentes en un sector de la población: los funerales de los policías, en los que no participó el gobierno por expreso deseo de las familias, se convirtieron en expresiones de cólera contra Ennahda en Sidi Bouzid y Qasserine; y en Le Kef, Beja y Monastir fueron asaltadas las sedes del partido islamista.

La experiencia histórica nos enseña que, mucho más que el «terrorismo», es la «lucha contra el terrorismo» la que pone en peligro la democracia. En el mejor de los casos, un golpe de Estado blando -incluso pactado con Ennahda- daría lugar a un régimen autoritario de libertades limitadas y criminalización creciente de los oprimidos «por razones securitarias».

Duro o blando, en un clima de retroceso regional, EEUU y la UE aceptarían cualquier «golpe» que asegurase estabilidad para los negocios y combatiese, por cualquier medio, el yihadismo redivivo. Igualito -igualito- que en tiempos de Ben Alí.

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