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Gara > Idatzia > Iritzia > Gaurkoa 2006-03-11
Sabino Cuadra - Abogado
Navarra: ¿Conflicto de identidades o político?

La variedad y la pluralidad, tanto desde el punto de vista turístico-cultural («Navarra, tierra de contrastes»), como desde el más estrictamente ideológico-político, está de moda. En el primer caso, se trata de una mera operación de marketing del Gobierno de Navarra dirigida a captar visitantes a nuestra tierra, en la que se mezclan sin orden ni concierto la cultura, el brazo incorrupto de San Francisco Javier, los sanfermines y las distintas cofradías del pimiento del piquillo, el espárrago y la alcachofa. Lo segundo, la constante afirma- ción de la Navarra sociológica, política e identitariamente plural, se está convirtiendo en un dogma, princi- pio y fin de todas las cosas, que recorre a grupos que van desde la propia UPN y CDN, hasta Nafarroa Bai, pasando por IUN. Pues bien, hablemos de esto segundo.

Al calor del debate suscitado por el Plan Ibarretxe, la propuesta de Anoeta de Batasuna y las mil peripecias por las que está pasando el Estatuto catalán, en Navarra se está discutiendo también sobre su futuro político-institucional en una inoperante ponencia parlamentaria. Y es en torno a este debate que, con distintas intensidades y acentos, se subraya la necesidad de asentar el futuro de Navarra sobre un pacto, acuerdo o consenso a conseguir entre todas las diferentes identidades políticas aquí existentes: la vasca, la española, la navarra y los distintos cuarto y mitad, fruto de la mezcla de todas ellas.

Evidentemente, la Navarra en la que vivimos es una sociedad diversa y plural en casi todos los aspectos de su vida cultural, social y política. No se trata tan solo de la existencia de dos lenguas y de los universos culturales levantados en torno a cada una de ellas, sino de las diferentes percepciones, tradiciones y relaciones sociales construidas en la Navarra montañosa y en la llana, la rural y la urbana, la nativa y la inmigrante, la de ayer y la de hoy. Sin duda alguna, esta diversidad debe ser uno de los puntos de partida obligatorios para cualquier planteamiento político que pueda hacerse de cara al futuro; ahora bienŠ

Hablar de identidades políticas, como si éstas fueran meras construcciones mentales, sentimientos condensados u opciones individuales adoptadas por cada persona, es algo que se queda muy corto porque, si bien es cierto todo lo anterior, no podemos olvidar que estas identidades son, ante todo, realidades colectivas, construcciones sociales. Y, en esta medida, cuando estas identidades apa- recen en nuestra sociedad, resulta que algunas de ellas cuentan tras de sí con constituciones, leyes, ejércitos y policías sobre las que asentarse, y otras, por el contrario, no sólo carecen de todo esto, sino que, incluso, a partir de ciertos límites pueden ser perseguidas y criminalizadas.

La identidad española es algo que, desde su más tierna infancia, se ha asentado sobre pilares de exclusión religiosa, lingüística y cultural (represión y expulsión de árabes y judíos, Santa Inquisición...) anexión militar y sometimiento de los pueblos peninsulares (Navarra, revueltas comuneras, guerras carlistasŠ) y conquista y expolio de numerosos territorios africanos, asiáticos y, sobre todo, americanos. En este sentido, al igual que hoy se afirma la indisoluble unidad de la patria española, no sólo en relación a Euskal Herria, Catalunya o Galiza, sino también en torno a Ceuta y Melilla, hasta hace muy bien poco se decía lo mismo de Sáhara, Ifni, Guinea o el Peñón de Alhucemas, y medio siglo antes, nuestros bisabuelos y tatarabuelas oyeron verdades de fe similares en relación a Cuba, Puerto Rico, Filipinas o Marruecos.

La Constitución española no solamente afirma la unidad indisoluble e indivisible de España y encarga al Ejército la defensa de lo anterior, negando en consecuencia la posibilidad de ejercitar el derecho de autodeterminación, sino que prohíbe incluso la federación entre distintas Comunidades Autónomas y, para el caso de Navarra, permite tan solo la integración-embudo en la CAV como única opción posible para la construcción de un hipotético marco político común.

Es decir, al hablar de un futuro político asentado en posibles acuerdos o consensos entre las distintas identidades existentes en nuestro pueblo, no podemos ol- vidar que partimos de una situación de desigualdad en la que una de estas identidades, la dominante, pretende reservarse siempre la última palabra. De esta manera, en esta partida de mus hay quien, no solamente quiere tener derecho a ir siempre de mano, realizar un descarte más y poner los árbitros (Tribunal Constitucional), sino, también a poder anular la propia partida cuando el resultado no le gusta. Véase, si no, lo que está ocurriendo con la tramitación del Estatuto catalán, el cual, a pesar de contar con el respaldo del 90% del Parlamento de Catalunya, no podrá salir adelante si no es aprobado por el Parlamento español.

En resumen, no nos encontramos ante un conflicto de identidades planteado en términos igualitarios, al cual hay que buscar una solución consensuada, sino ante un conflicto político derivado de la existencia de unas relaciones de privilegio, dominación e imposición, ante el que se hace preciso rebobinar la situación política hasta llegar a un punto de partida en el que todas las opciones existentes se encuentren en igualdad de condiciones, para que cada una de ellas pueda ejercer su soberanía (es decir, poder unirse, federarse, confederarse, separarse o desintegrarse) con completa libertad.

Mi conflicto, pues, no se da en términos identitarios con aquellas personas que se autodefinen como españolas o francesas, opciones éstas que, en abstracto, son tan legítimas y dignas como la mía propia, sino con quienes pretenden afirmar su soberanía fagocitando la mía. Tomando de nuevo el ejemplo del mus, digamos que, cara al futuro, hace falta sacar una baraja nueva, no marcada, dejar que cada cual elija su pareja libremente, establecer unas normas de juego mutuamente aceptadas, poner unos árbitros nombrados de común acuerdo, prohibir las señas falsas y, con todo eso... pues que gane el mejor. Mientras sea el pueblo, y solo él, quien decida democráticamente cual de las opciones en liza es la que más le convence, nada se podrá objetar al resultado de la partida. Pero si se pretende ha- blar de pactos y consensos que den por buenas las cartas marcadas y los árbitros comprados, por ahí, evidentemente, no se puede pasar. ¡Tongo, tongo! -


 
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