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Gara > Idatzia > Iritzia > Kolaborazioak 2006-11-15
Kepa Ibarra - Director de Gaitzerdi Teatro
Ejercicio vital

Una huelga de hambre implica conservar con uno mismo una conversación ejemplar donde la forma da paso al fondo. Se consigue reunir en pocos datos toda una hoja de impresiones y reclamaciones que se extienden hasta el extremo, precisamente cuando ese extremo se ha roto, las condiciones ambientales se reducen y la decisión tomada no tiene vuelta de hoja.

La huelga de hambre sólo admite una norma básica y concluyente: es una decisión individual que implica aceptar como irreversible tal decisión, sin estar amparado por ninguna resolución ajena y mucho menos forzada, solapada e incluso inmersa en un compromiso extensible al resto de conciencias solidarias con esa decisión, y sin menoscabar (muy al contrario, revitaliza) principios de compromiso social, riesgo compartido e impresión colectiva de reafirmación.

Cualquier huelga es lícita desde el momento en que su ejercicio implica forzar y resquebrajar la maquinaria perfecta y sutil del poderoso, ávido por mantener los status implantados por tiempo indefinido y a la vez, en un alarde de hipocresía, subvertir lo implantado y sellado, buscar en los recovecos más recónditos de una ley hecha a medida un castigo eterno, o simplemente llegar con otra propuesta, ejercitarla y además ejecutarla sin el más mínimo rubor. Y para cuestionar esta actitud de ley (hecha a base de reforma encubierta, o simplemente al gusto del que tiene poder y gloria), el hambre, la lucha contra los deseos del cuerpo que pide a gritos su oportunidad vital, es un ejercicio objetivo, sincero y humilde, lleno de contrastes pero justificado y sobre todo consecuente. ¿Cuántos hijos quedaron impactados ante el hambre que voluntariamente pasaban en Long Kesh sencillamente porque pedían ser considerados lo que con certeza eran? ¿No eran prisioneros políticos, enfrasca- dos en una lucha también política de decenas de años? ¿Quién puede cuestionar un status político cuando alguien reivindica incluso a costa de su vida este derecho internacional reconocido y amparado? ¿No se esconderá bajo esta conculcación de derechos un sentimiento de venganza ante esa persona que pone voluntariamente en peligro su vida, en una pelea sin precedentes contra uno mismo?

Las preguntas sin respuesta son múltiples, aunque en el fondo subsista una respuesta común a cada una de esas preguntas, sobre todo cuando la solidaridad a la hora de compartir las penurias de cualquier huelga de hambre se hace extensible a todos los ámbitos de la sociedad, desde quien comparte como lícita esta postura extrema y se implica en una resolución inmediata y sin condiciones, hasta quien se pregunta qué mecanismos sutiles puede utilizar el poder para mantener una crisis legal de este calado y además ocultarlo a la opinión pública en general únicamente dotando a la noticia de reseña, cuando no bajo un silencio absoluto.

En Sudáfrica durante los peores años del apartheid, en la Turquía más represiva e insensible, en Argentina durante la dictadura militar, en Chile, Corsica y, más recientemente, en el centro de internamiento ilegal de Guantánamo, o en la tristemente famosa Cárcel Negra de El Aaiún, donde presos políticos saharauis se mantuvieron en una huelga de hambre ejemplar, pasando por Euskadi, y su rearme solidario, la exigencia de una atención continuada y una respuesta contundente ante situaciones tan límites que van en contra de los derechos humanos más básicos, marca la frontera entre lo que se dinamiza como algo que tiene una repercusión colectiva evidente y combativa y lo que se labra en la intimidad de uno mismo cuando razón y necesidad vital se entrecruzan en un mismo dilema, siempre de tan difícil y compleja complementariedad.

Las huelgas de hambre capacitan a sus impulsores a universalizar, más aún si cabe, propósitos de dignidad, coherencia y esfuerzo sincero, no exentas de unos gramos de convulsión emocional, cuando se ve que las demandas no sólo no son atendidas, sino que se reincide en los mismos argumentos de venganza solapada y refuerzo a una legalidad muy cuestionada. Es cuando parece que las puertas se cierran, los recursos ni se revisan, las familias no saben a qué atenerse ni a qué cauce legal recurrir, y el resto del mundo espera impaciente a que los muertos que fueron, los que reivindicaron unas condiciones dignas, a los que dignificaron su categoría política y militante, a todos los que se negaron a aceptar el rodillo implacable de una razón tutelada y malversada, a todos ellos les corresponda hacer historia y determinarla en justicia, ejemplo e irreversibilidad.

Creo que existe un sentimiento de fuerza compartida cada vez que hay una huelga de hambre. No es una impresión gratuita. Creo que forma parte de la memoria histórica de cada persona y de cada pueblo. Porque todo el mundo tiene guardado en alguna parte un trozo de espacio para el hambre, en una iglesia, en un ayuntamiento, en un frontón o en una cárcel de diseño, solitarios o flanqueados, a punto de vómito o de debate caliente, hasta el final o hasta que se pueda.

No hay duda. De tantas historias escritas con el signo de la tragedia, de tantos nombres esculpidos en el recuerdo, de tantas noches esperando un desenlace fatídico, de tanto libro escrito con mano firme pero débil y tanta fotografía espeluznante de cuerpos sin cuerpo, sólo algo prevalece y revienta a nuestros ojos y a nuestras emociones más escondidas. Algo que no se puede matar. Y se llama dignidad. -


 
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