A Igor lo detuvieron, lo encarcelaron, lo juzgaron y lo condenaron a muerte. A Roberto lo detuvieron, lo encarcelaron, no estaba juzgado pero estaba igualmente condenado a muerte. Los dos han cumplido su sentencia esta semana. Sobre cada ciudadano vasco encar- celado pesa una condena a muerte; para ellos, para sus familiares, para sus amigosŠ Las celdas de las prisiones y las carreteras que llevan a las cárceles se van cobrando, implacables, las vidas que reclama la dispersión.
Las vidas de los presos políticos vascos y de sus familiares venían ya presupuestadas en el diseño de la política penitenciaria. A pesar de todo, tuvo el «recibido y conforme» del PNV. A pesar de todo, la dispersión continúa arropada y autorizada y no sólo por quienes la apoyan explícitamente, sino por quienes sólo se acuerdan de la situación y los derechos de los presos políticos vascos en época de elecciones. O cuando en momentos especialmente críticos, como éstos de ahora mismo, sus propias responsabilidades se les vienen encima.
En sus casi veinte años de andadura, la dispersión ha afinado y ajustado sus parámetros. No ha podido conseguir, y sin ninguna duda no lo conseguirá, alcanzar todos sus objetivos, pero se cobra las cuotas de sufrimiento que exige el nacionalismo español, y se las cobra sobre todo en vidas.
Son las sentencias que no se firman, las muertes que nadie reivindica. Las muertes adecuadas en un sistema que rechaza la pena de muerte. Las que ocurren sin responsables, ni culpables, ni cómplices. Las que está prohibido denunciar. Las muertes por las que los paladines del dolor y el sufrimiento brindan en público.
A Roberto lo han matado de muerte natural. A Igor lo suicidaron. Su familia nos pide que no lo dudemos, y yo no lo dudo. Seguramente nunca llegaremos a saber lo que ocurrió entre las paredes de su celda. La distancia y el aislamiento son el mejor cobijo para la impunidad; también para eso la dispersión ajustó y afinó su diseño. Pero son demasiadas actuaciones inexplicables y demasiadas explicaciones insostenibles las que hay en torno a su muerte. Y demasiados también los intereses en perpetuar y enquistar el dolor.
Pero a pesar del dolor, o precisamente por eso, yo también quiero brindar. Por Igor y por Roberto. Por sus vidas. Por su compromiso. Por las sonrisas que nos muestran en los carteles que denuncian sus muertes. Por demostrarnos con su coherencia que dignidad y justicia es algo más que un desvaído lema en una camiseta. Por el futuro en el que creían, el que les han robado. Porque estamos, orgullosos de haberlos tenido entre nosotros. -