Algunos estadios de fútbol de Europa se han convertido en altavoz de comportamientos racistas. Hablamos del deporte más popular del mundo, del más celebrado, el que congrega a cientos de miles de aficionados, el que mueve más pasiones y millones de espectadores por televisión. Es mucho lo positivo que se cita en torno al fútbol. Por eso debemos señalar un aspecto negativo que nos preocupa: los insultos racistas que atentan contra los Derechos Humanos. Esa deplorable manifestación pública nos hace preguntarnos cuál es el núcleo y el corazón de lo que resulta afectado.
Lo que le viene sucediendo al camerunés Samuel Eto’o no es un incidente aislado. En distintos estadios de Inglaterra, Italia y España se escuchan todo tipo de insultos dirigidos en su mayoría a jugadores negros. Entendemos que Eto’o diga que «no aguanta más» y quiera abandonar ese terreno de juego. Lo irónico es que los que insultan a los jugadores negros, imitando sonidos de mono, arrojándoles cáscaras de cacahuetes, son los mismos que aplauden, vitorean y se desviven en alabanzas hacia cualquier jugador negro de su propio equipo cuando perfora la portería contraria. El color de la piel no es entonces tan importante como el grito de gol.
A los expertos les da la impresión de que este tipo de racismo en los partidos de fútbol depende, las más de las veces, «de tradiciones y rivalidades propias de las culturas de los hinchas». Por eso los aficionados tenderán a emplear la injuria más efectiva y virulenta en un afán de causar el mayor daño posible al equipo contrario, transformando al adversario en enemigo.
Pero hemos de permanecer vigilantes y llamar la atención en este tipo de casos porque el racismo que en sí mismo denigra a los seres humanos, una vez que anida en el espíritu, termina por desembocar en comportamientos violentos que rechazan por sistema y sin argumentos a quien es distinto. Los espectadores deberían luchar activamente contra los sectores que lanzan gritos racistas en los campos de fútbol. Son minoritarios, pero en esto es necesario que las mayorías dejen de ser silenciosas. El partido contra el racismo hay que ganarlo haciendo sonar el silbato a favor de la dignidad de las personas.
No se trata sólo de defender la integridad de los jugadores extranjeros que juegan en la liga española de fútbol. También debemos amparar a todas las personas de origen africano, y a muchos inmigrantes en general, que siguen los partidos de fútbol desde sus casas y se sienten agredidos por el comportamiento de determinados individuos y por la actitud indiferente de la multitud que los protege con su silencio.
Alguien nos puede decir que Eto’o, por su posición, es un privilegiado; y que son muchos los/las inmigrantes que padecen las mil maneras en que se puede manifestar la xenofobia y el racismo, rechazos que per- manecen invisibles a los medios de comunicación. Es verdad. Duele pensar en tantos desprecios ocultos bajo ese manto de silencio. Pero también es cierto que el futbolista del Barcelona es ahora la punta del iceberg en el que tantos se pueden contemplar. Hoy más que nunca Eto’o somos todos y todas. También él es el rostro de esa invisibilidad.
Hay una sola raza, la humanidad, la de todos los colores, rica en culturas, una suma de matices. Vemos el fútbol como una hermandad, como la amistad entre las personas, las ciudades y las naciones, todo lo contrario de lo que es el racismo. Frente al vale todo para ganar, frente a los desprecios inaceptables desatados en algunos campos de fútbol, es preciso poner a jugar el espíritu de la responsabilidad. El mundo vive hoy más mezclado que nunca. «El Otro como nos recuerda el profesor Sami Naïr está en la Ciudad común. Y hay que tejer un destino común».
Vivimos un desafío a propósito de las identidades, no sólo en los estadios de fútbol, sino en el mundo entero. Es el espíritu de la época. Por eso es buena una to- ma de conciencia y un enorme esfuerzo de responsabilidad que no nos lleve a provocaciones gratuitas. El deporte es un elemento que aglutina, que junta, que crea alianzas duraderas, que comunica, que viaja por el mundo entero, un puente para unir todas las orillas. Hay temas con los que no debemos ni podemos jugar. Tampoco podemos ser meros espectadores. Ha llegado el momento de que instituciones, clubes, aficiones y la sociedad entera se movilice y reflexione.
Juvenal puso letra y música al ideal clásico: Mens sana in corpore sano. El deporte como un estímulo que anima la convivencia entre gentes distintas y distantes. No vale todo para ganar. Sí vale el esfuerzo, el empuje, la inteligencia, el grito de ánimo, el coraje. Está en la naturaleza del fútbol. No vale la patada que quiebra y rompe, no hay nobleza en sembrar la discordia, menos en propagar el odio o el desprecio gratuito.
En los Juegos Olímpicos de 1908, en Londres, el barón Pierre de Coubertin dijo y quedó escrito para siempre que lo más importante no es ganar, sino participar, porque lo esencial en la vida no es lograr el éxito sino esforzarse por conseguirlo. No está de más que acudamos con ese espíritu a los campos de fútbol. Vayamos con canciones, sin insultos; con vítores y todo el ánimo posible, no con afán de bronca y desprecio. Dando ejemplo a nuestros hijos e hijas. El deporte debe seguir siendo esa camiseta de muchos colores, sí, pero lo suficientemente amplia para todos y todas. De talla grande. Cargada de nobleza, de buenos sentimientos. Donde aniden todos los sueños. Una inmensa emoción que nos haga entendernos más y mejor. -
(*) Celina Pereda: presidenta de Munduko Medikuak; Rigoberto Jara: presidente de Harresiak Apurtuz; Julio Flor: periodista