Me lo enseñaba una adolescente entre las risas de sus compañeros. La escena en la pantalla de un teléfono móvil: en primera posición, un niño de unos 13 años parecía leer un libro sentado en un pupitre. Al fondo, de pie, otros dos compañeros. Al unísono se le acercan por la espalda y descargan en su cabeza una serie de golpes. El niño cae al suelo. Tanto los agresores como los que me mostraban el vídeo estallan en carcajadas.
Las imágenes me retrotrajeron a aquellas filmaciones en blanco y negro, también reales, de los años treinta en Alemania donde se agredía a los judíos en plena calle entre la mofa de la población.
Preguntados si los habían enseñado en casa, unos contestaron afirmativamente e incluso dos o tres habían compartido la “chanza” con sus padres; a otros, después de unas cómplices risas, les habían dicho que no estaba bien. A ningún progenitor, pongo por caso, se le ocurrió poner el móvil en modo vibrador e introducirlo en el ano de su vástago para seguir el disfrute de la broma. Eso sería de mal gusto e incluso podría bajar la autoestima del adolescente.
La burla sobre el dolor provocado entre iguales es un síntoma del idiotismo moral que impregna nuestra sociedad. Una sociedad basada en la falacia del triunfo personal. Cada día a nuestros adolescentes les cuesta más el paso de «yo» al «nosotros». Y el «yo-niño» es un yo insaciable «¡Lo quiero todo y ahora!» que se atempera cuando descubre que la realidad debe de ser compartida.
Es más, a este ritmo, la adolescencia invento del siglo XX se va a ver prolongada hasta entrados los cuarenta años. Todos adolescentes, todos idiotas morales. O, lo que es lo mismo, todos sin responsabilidad. Todos apolíticos.
Bien tutelados desde el nacimiento hasta la muerte por los expertos, nuestros hijos van creciendo: el ginecólogo vela su nacimiento el pediatra cura sus dolencias, el maestro su educación, mcdonald’s su comida, la televisión sus mitos, la catequesis su alma, el psicólogo su autoestima. ¡Es que no hay nada como dejar a nuestros querubines en manos expertas!
Lo importante es que sean «auténticos», que digan lo que piensan aunque no piensen lo que dicen. Ya hombrecitos, harán lo que piensan (otros) sin pensar lo que hacen.
Así les evitaremos el sufrimiento que genera la propia decisión. -